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martes, 2 de diciembre de 2008

LA SEÑORA CARVER

El desayuno.
Poco antes de las diez subió a la casa la señora Carver, se acercó a la puerta de la habitación y con su llave girando en la cerradura pidió permiso para entrar.
- Espero que no te haya parecido mal habérte quedado encerrado éste rato que he estado con los animales. Comprende que no te conozco de nada. Mientras ponía la ordeñadora, daba el pienso, atendía a la yegua, a las gallinas... no dejaba de pensar en que te podrías haber ofendido por el gesto. Aquí tienes tu llave de la habitación, a partir de ahora pasas a ser, oficialmente, mi primer huesped. Espero que te sientas a gusto aquí, en mi casa, que tengas una feliz y provechosa estancia. Voy a cambiarme y a hacer el desayuno, que debes tener hambre y yo, no veas.
- De acuerdo, señora Carver. No se preocupe por mi.
Se había quitado las botas de agua y el gorro de lana. Su pelo tan rojo y abundante le caía más abajo de los hombros y le tapaba casi toda la frente. Era imposible verla sin fijárse en su pelo. Pidió que la siguiera hasta la cocina y por el resto de la casa mientras hablaba y daba todo tipo de esplicaciones. Se diría que le gustaba hablar. Continúamente hablar.
- Voy a darme una ducha mientras se hace el café. Hoy tenemos mazapán, a mi marido le encantaba.
- A mi también me gusta.
La cocina era muy grande, con una mesa para seis u ocho personas. El baño estaba entre dos habitaciones.
- Esas son las habitaciones de mis hijos, que ahora estudian lejos de aquí. Las tengo que alquilar.
- ¿Me deja que pase al baño antes de su ducha?
- Claro, claro. Ya te enseñaré la buhardilla, hay otro baño mucho más pequeño. Si está ocupado éste usas el de arriba. Mi marido casi siempre hacía sus necesidades en las cuadras o en el campo, le daba sensación de libertad, decía. Voy poniendo la mesa.
Por toda la casa había fotos en blanco y negro de los paisajes de la zona, enmarcadas. Los niños, el marido y la señora Carver. Esquiando, en el Jeep, con la yegua, con las bicicletas. Todos sonrientes y hermosos. Debía ser un familia feliz.
- Tengo un problema que no sé como voy a resolver. La vaca nueva está a punto de parir y eso me preocupa. Es el primer parto y no se cómo lo traerá. Si se le complica necesitaré ayuda. El veterinario está fuera y el señor Roig convaleciente de una operación.
- Le puedo ayudar yo. Mis abuelos son labradores, en los veranos y en vacaciones siempre vamos a estar con ellos, así que algo entiendo de cosas del campo. Más de una vez ayudé a parir a las vacas y hasta a alguna cerda.
- ¿De verdad, James?
- De verdad, señora Carver. Le ayudaré en todo lo que necesite. Solo tiene que decírlo.
- ¿Te gusta el desayuno?
- Mucho. Todo me recuerda a mis vacaciones en el pueblo. Antes, cuando me echaba el azucar en mi tazón, cuando me cortaba el trozo de mazapán, por su manera de hacer, me recordaba a mi abuela y me decía: esta escena ya la he vivido antes.
- Gracias, James, pero no soy tan mayor para recordárte a tu abuela, solo tengo treinta y siete años ¿Cuántos tienes tu?
- Veintitres. No quería decir que usted sea mayor. Quería decir que sus gestos, su manera de hacer las cosas me traía recuerdos, mi abuela tiene setenta y tres, me parece.
- ¿Eres de Alfrac? Lo digo porque es lo aparece en tu Documento de Identidad.
- Si.
- ¿No es allí donde han aparecido varias mujeres asesinadas?
- Si, de allí soy. En realidad no se sabe si asesinadas, muertas por accidente o por suicidio. Es un misterio.
- ¿Cuántas?
- Cinco en año y medio, creo, no llevo la cuenta. ¿Puedo ver a la yegua?

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