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jueves, 5 de junio de 2008

"LA PROMESA"

Nací con ella. Mi madre decía que al nacer parecía un grano, como la cabeza de un alfiler, o parecido. Para cuando empecé en la escuela, ya era como una lenteja. Justo en medio del entrecejo. Rojiza y brillante como el piloto de una bicicleta. Los chicos me llamaban “el manchao” y así quedé para toda mi puta vida. Cuando salí de la escuela ya estaba como el botón de una camisa. Las chicas no bailaban conmigo porque se pensaban que era contagioso, que se pegaba, o simplemente porque les daba asco. En la mili, como un garbanzo, pero sobresaliendo y pequeños puntitos, era... como una mora sin madurar. Así era. Como en el pueblo nadie me hacia caso, busqué trabajo en León y me hice un buen carpintero – ebanista, un artesano, vaya. Con veintisiete años me casé con una excelente y guapa mujer con la que fui muy feliz y tuvimos cuatro hijos: chico, chica, chico y chica. Ninguno con lo que tengo, gracias a dios. Con cuarenta años ya parecía una nuez. Con cincuenta años me quedé viudo, a partir de ahí algo cambió rotundamente, aquello crecía y crecía, de forma descontrolada. Se deformó desplazándose hacia el ojo izquierdo. Una bolsa de carne roja y desagradable que se dejaba posar sobre el párpado. Hasta ese momento la gente me aceptaba y hablaba conmigo de una forma casi normal, aunque tratando de apartar la mirada a mi protuberancia roja y blanda como goma caliente, como gorja de pavo. Con setenta años ya me había tapado el ojo completamente. Como es tan manejable, cuando no me ven, la aparto y miro con los dos ojos, si hay alguien, me conformo con ser tuerto. Con setenta y cinco años me llegaba hasta la mitad de la mejilla y ahora con setenta y nueve, dice el médico que está creciendo hacia dentro y que llega hasta los vasos del cerebro haciendo presión. Por eso desvarío a veces, o me dan como mareos. Me quedan seis meses de vida, eso dicen. Mis hijos no quieren saber nada y ni vienen a verme. Aquí en esta residencia, que es una cárcel, ya ves, siempre solo, mis paseos, mis lecturas, cada vez menos, la verdad y ahora ya lo he decidido. Cogeré un cuchillo que he visto en la cocina, que corta como una barbera, me lo cerceno al ras de hueso y que me vaya en sangre. He pensado que el mejor sitio es la tapia del cementerio. Tardarán en encontrarme, pero que se jodan. Bastante me han hecho sufrir, unos y otros. Va en serio.

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