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martes, 22 de enero de 2008

HAIKU PARA EL 22 DE ENERO

“La luna niña
brilla triste y sola.
¡Nunca crecerá!”.

A la biblioteca iba poca gente, dos o tres compañeros de curso, cuatro o cinco más mayores que nosotros y poco más. Se iban pronto, por lo que casi siempre estábamos la bibliotecaria y yo solos. Era viernes y no tenía prisa por hacer los deberes. Me acerqué hasta la mesa de la señorita y le di mi fotografía para el carnet de socio. Cuando se vayan todos cierro la puerta por dentro y tocamos un poco ¿Te parece bien? Claro que si, claro que si. En las revistas extranjeras aparecían artículos, entrevistas y fotografías de los cantantes y grupos de moda. Reseñas de películas que aquí nunca llegarían por culpa de la censura. Otro inmenso descubrimiento. Leer y contemplar las fotos de la revista Life, o Time, era todo un lujo para un chico como yo y en los tiempos que corrían. Ver fotos de Bob Dylan, de Leonard Cohen, de John Lennon y Yoko Ono... ver fotos de Monica Vitti, de Ornella Mutti, de Patty Bravo, de Brigitte Bardot, Joan Fonda, a veces desnudas, de tantas y tantas. Fotos sobre la guerra de Viet-Nán, sobre los experimentos de la Nasa, o sobre los conciertos de mis roqueros favoritos. Leía inglés e italiano con cierta facilidad, del francés me enteraba menos, pero me quedaba con la esencia. Tener acceso a aquellas revistas era un privilegio. También de las revista españolas, de literatura, poesía y música. Descubrí la revista Ínsula, Litoral, Revista de Occidente, La gaceta literaria, Film Ideal, Fotogramas, Fans, y muchas otras. La biblioteca era como un mar inmenso de hallazgos, en los que me sumergía con verdadera deleitación. Mi otro mundo. El piano, siempre solo, allí al fondo y los ojos de la señorita. Era tan feliz con aquellas cosas, que me dolía no poder ser el dueño y que llegara el momento de irnos para casa, donde reinaba la siempre cruda realidad. El reloj grande de caoba y octogonal, de pared, caminaba lento, como para hacerme conocer la eternidad que supone un segundo. Al llegar las ocho, la señorita apagó las luces de las lámparas del techo y cerró la puerta. Nos quedamos solos a la luz de la lamparita, como una vela, de mesa, que acercó al piano todo lo que daba de si el cable. El paraíso aquél estaba como en penumbra y parecía un lugar místico, como una catedral a oscuras, tenebroso, tétrico, enigmático, si no fuera que sabía el motivo de aquella decisión. Al no ver luz desde fuera, no nos molestarán, dijo. Aquella situación tan sugestiva, hacía que me sintiera como en una nube. La señorita y yo, solos, entre miles de libros y un piano. Del cajón de su mesa sacó una llave. Al levantar la tapa del instrumento quedó al descubierto el teclado. Sacó el asiento de pianista, que estaba a un lado, y se sentó. A ver como suena, igual está desafinado. Sus manos se deslizaron por el teclado con cierta maestría. Esto es Para Elisa, de Bethoven, esto es de Chopin, esto son improvisaciones mías. El sonido me transportó, por instantes, al piano del caserón de mi pueblo ¿Qué habrá sido de él?. El piano resucitó de su silencio y veía como la señorita bibliotecaria lo tocaba. No sé mucho porque en casa no tenemos piano. Aprendí a tocar esto en el de la casa de mi tía. Mi prima es pianista profesional, hizo la carrera y da clases en una Academia de León y da conciertos con su marido, que toca el violín. Ahora ponte tu. Me senté y tenía ante mi la inmensidad del piano con el que tanto había soñado. Dios mío, si no se tocar nada. Tu toca como sea. Te iré enseñando lo poco que sé. Sus manos se pusieron sobre mis hombros. Pulsa las teclas con delicadeza, rotundo y eficaz para que salga el sonido límpido y concreto, sin aporrear, piensa que el piano es una delicada mujer a la que amas con toda tu pasión. No te olvides de la mano izquierda y busca que el sonido deje lugar al silencio. Estás tenso. Te daré un pequeño masaje. Sus manos eran delicadas y fuertes. Como lo hacía muy mal, se volvió a poner ella ante el piano. Mira, aquí está el Do, ¿ves?, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, Do, Si, La, Do...Haces escalas, haces arpegios y poco a poco, aprenderás. Amar la música significa amar la belleza. Estaba allí sentada, y yo de pie me acordaba de la película Intermezzo, con Ingrid Bergman y de Tolstoi y su novela corta, Sonata de Otoño y allí, junto a mi, estaba la bibliotecaria-pianista tocando Claro de Luna ¿Te gusta como suena? Ya lo creo que me gusta. Parece que no necesita afinador, por ahora, y la acústica es perfecta. Pon tus manos en mis hombros y dame un masaje, lo necesito. Mis manos torpes, se pusieron sobre sus hombros. Espera que me quito la chaqueta. Se quedó con su blusa blanca. Ahora es mejor. Mis manos sobre la piel de sus hombros, los tirantes del sujetador se los había bajado. Esto es un preludio de List que nunca me sale, decía. Sigue así, masajea mis hombros y mi cuello, con los pulgares presionando, suave, muy suave. Baja un poco mas, un poco mas, no tengas miedo, quiero que llegues a mis pechos. Mientras yo toco las teclas del piano tu me tocas las tetas, que te necesitan y tu a ellas. Pégate a mi espalda... Sus pechos en mis manos, mis piernas firmes y noté como me bajaba la sangre poco a poco y... dios mío, la naturaleza hizo de las suyas y se me produjo una inusitada erección. Sigue así, lo haces muy bien, tienes manos de niño-hombre. Me apretaba a su espalda y mi miembro crecía y crecía y mis manos exploraban el territorio de aquellos senos, como los de la Venus de Milo, sus pezones tersos. La besé en el cuello y decía: muérdeme suave pero fuerte. Mete la lengua en mi oído y lame mi oreja. Los pulgares en mi nuca y me volverás loca. Una de sus manos me agarraba una pierna y me apretaba contra su espalda. Aquellos senos, redondos, turgentes, parecían crecer por el efecto de mis manos inexpertas y los pezones, como perlas, se desbocaban. El lunes te enseñaré más cosas. Ahora tenemos que irnos. Se levantó y se puso la chaqueta. Me miró a los ojos, con los suyos iluminados y brillantes y me besó en los labios, suave, muy suave, me limpió con su pañuelo el carmín que se me había pegado. Has sido muy bueno. No se lo digas a nadie jamás, que sea nuestro secreto ¿No podemos seguir? No podemos cielo, no podemos. Nos volveríamos locos, tu más que yo. Mira cómo te has puesto. Coge estos libros y los lees, el lunes te haré la ficha y ahora sales tu primero, que nadie sospeche. No te ilusiones conmigo, no merece la pena. De vuelta a casa comprobé los libros: “Pabellón de reposo”, de Camilo José Cela y “La sombra del ciprés es alargada”, de Miguel Delibes. Una estrella fugaz se cayó del cielo y me traspasó el corazón ¿Era hermoso o dolía?

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