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miércoles, 29 de agosto de 2007

LA IRRESISTIBLE FUERZA DE LAS NIÑAS

Cuando era niño la mayoría de las cosas que ocurrían en el pueblo, dignas de mención, tenían como marco incomparable el ámbito de la Iglesia. El señor cura pasaba todas las semanas por nuestra escuela para recalcar la necesidad imperiosa e imprescindible en nuestra vida, de acudir a la Iglesia a los actos religiosos. Nos insistía en que obligáramos a nuestros padres a que nos llevaran a la Misa de 12 de los domingos, que era obligatoria y que se quedaran con nosotros. Teníamos cuatro bancos reservados a cada lado del pasillo y junto al Altar Mayor. Los niños estábamos a la izquierda y las niñas a la derecha. Mi madre los domingos nos ponía guapos y nos vestía, cómo es lógico, de domingo. Me peinaba a raya y me daba un pañuelo bien dobladito con cuatro gotas de colonia. A veces ya salía corriendo cuando mi madre me llamaba: Evaristín, Evaristín, ven, que se me ha olvidado una cosa. Volvía y me ponía tres gotas de colonia en la frente, el cuello y los carrillos. Iba tan guapo y tan contento a la Iglesia. El retablo es impresionante, de madera tallada y policromada, estilo gótico rococó, de principios de S-XVII. Me fijaba en todos los detalles. Los cuatro Evangelistas y sus símbolos. Los doce apóstoles. Judas feísimo y con cara de muy malo. San Juan, guapo y con cara de muy bueno. San Pedro, serio y muy así como con cara de jefe. Observaba ensimismado cada uno de los matices de aquellos paneles religiosos. El Santo Cristo de mi pueblo es impresionante. Lo miraba de arriba abajo y daba pena, miedo, de todo. Aquella postura de crucificado en la cruz, me parecía de lo más incómoda y dolorosa. La corona de espinas con sus chorros de sangre, el costado con aquella herida tan sangrante, los píes tan huesudos y con aquellas uñas... El estar tan cerca de aquel retablo era un privilegio para nosotros los impresionables niños. La que más me gustaba era Eva cuando la echaban del Paraíso. Al cabo de los años me tenía aprendido todo el precioso retablo y los números romanos del gran reloj de pared. Me gustaba también la imagen de la Inmaculada. Una preciosa talla, copia del cuadro de Murillo. Cuando tenía seis o siete años ya me lo sabía de memoria así que empecé a fijarme en las niñas de la derecha y una fuerza irresistible se apoderó de mí. Las niñas iban tan guapas y tan bien peinadas que daba gusto verlas. Había una que se llamaba Angelines y que destacaba, pero a mi no me hacía ni caso. Otra que se llamaba Inesita, tampoco. Nina y Araceli me miraban pero no mucho. Había alguna que parecía mirarme pero no me gustaba. Un día apareció una niña nueva. Llevaba media melena de pelo negro y lacio, perfectamente peinada, no como las otras que siempre llevaban trenzas, o moños, o rodetes que parecían la Dama de Elche. Esta niña nueva era distinta, su sonrisa, sus ojos tan vivos y su piernas tan largas, porque llevaba el vestido más corto. Estaba junto a mi hermana y aunque tampoco me miraba, pensé que a lo mejor se hacían amigas y por ahí podría tener alguna posibilidad de trato con ella. Pero no, decía mi hermana que hablaba algo raro y que era muy chula, es decir, presumida. Cuando nos preparó el señor cura para la Primera Comunión, sus charlas eran largas y tediosas, pero algunas veces me gustaba lo que decía. El día antes de la Comunión nos hizo una pregunta. El que la respondiera bien, le regalaba un misal muy bonito, en latín. Aquella pregunta la respondí con acierto. Al ir a recoger el premio el señor cura pidió un aplauso para mí ¡Qué nervios! Al salir de la Iglesia todas las niñas querían ver el misal en latín. La nueva me dijo: la pregunta la tenía en la punta de la lengua pero no la quise decir. Como su acento era especial, pregunté: ¿De dónde eres? De Sevilla, chiquillo, de donde voy a ser y a mucha honra ¿Cómo te llamas? María José, pero mis amigos me llaman María Jo. Y contesté: María Jo... la niña que huele a ajo. Ella, que era más viva que no veas, replicó: Malaje, ¿pero qué dices? Huelo a azahar, a hierba buena, a todo lo mejor de Andalusía. Tenía razón. Nos hicimos muy amigos y me invitaba a su casa del Cuartel de la Guardia Civil, ya que era la hija del Cabo. Me invitaba a merendar y jugábamos a las cartas y a los mapas. Un día me dijo, muy triste, que a su padre le habían destinado a Ronda y que se iban para siempre. Pasé unos días muy apenado y nunca la olvidé ¿Qué habrá sido de ella?

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