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viernes, 30 de enero de 2009

LA SEÑORA CARVER (XVIII)

XVIII.- La bodega.
Lo que la mente esconde es fruto de la realidad y de los sueños, de tener los píes en la tierra y el alma en las nubes. Alguien dijo que había que tener mucho cuídado con lo que se sueña, porque se puede hacer realidad. La mezcla de vivencias, de impresiones, de sentimientos, de circunstancias, etc. configuran en buena, o total, parte, la personalidad con las que nos toca pelear cotidianamente. Es nuestro sello de identidad.
Al dejar a los animales arreglados, la señora Carver me cogió de la mano para darme una sorpresa, según dijo. Al cruzar los jardines y patios que nos separan de la casa, nos detuvimos a contemplar la luna. Ahora está bien visible, ahora da gusto verla. Las nubes que la rodean forman figuras irregulares, que con un poco de imaginación se pueden parecer a determinados animales simbólicos o a las figuras de los mapas reales o imaginados. La luna es la reina de los cielos y allí está, como sonriendo felíz de vernos juntos, únicos en nuestro mundo.
- James, la luna dice que nos besemos.
- Señora Carver... - No me dió tiempo a más. Su boca comía la mía con un frenético frenesí, con una fuerza tal que me llevaba por territorios de deseo y pasión correspondida.
No era buena hora para conocer el sótano, que además es la bodega, pero se empeñó en mostrármelo. El sotano es ¿como diría?, un enorme local dividido en dos partes por una estantería, con los huecos para las botellas, que hacía de pared divisoria, llena de vino embotellado. Había allí cientos y cientos de botellas guardadas desde que su abuelo había empezado una gran colección de caldos de todas las clases y de todas las regiones del país. Me dió tiempo a observar ligeramente todo lo que, aparte de la bodega, allí estaba depositado. En realidad era un desván donde se almacenaban muebles viejos, maquinaria agrícola desechada, herramientas, viejos baules, arcas de nogal, camas de hierro, cuadros de santos, libros, discos, pizarras, ruedas de carro, rejas viejas de ventanas, tinajas vacías y mil y un cachibache en desuso.
- ¿Qué vino te gustaría para esta noche, James?
- El que usted prefiera, señora Carver, no entiendo de vinos.
- Yo tampoco, los expertos eran mi abuelo y mi marido. Cogeremos tres botellas al azar.
Con las botellas en la mano nos disponíamos a subir a la casa cuando algo me llamó la atención poderosamente: Un cuadro al oleo que, entre una capa de polvo y alguna telaraña, dejaba ver la figura de una bella mujer...
- Era mi abuela cuando mi abuelo la conoció. Es una preciosa historia que ya te contaré, vamos a la bañera James, me siento sucia.
Aquél cuadro tenía poder magnético y no pude por menos que cogérlo, quitárle un poco el polvo y con él en mis manos, me fijé con detenimiento: salvo unos desperfectos en el marco, se conservaba bien. Era la viva imagen de la señora Carver cuando debía tener veinte años. Ese cuadro... me transporta a lugares ídilicos, bosques entre niebla negra, a habitantes élficos entre las dunas y los vapores de agua de ríos y lagos helados donde se sumergen orcos y sirenas viejas, pero no era el momento y lo dejé posado donde estaba. La casa de la señora Carver encierra mil historias y mil sugerencias. Cada objeto, cada detalle, cada cosa, por insignificante que pareciera, tenía una historia própia que derivaba en los flecos de otra, un significado trascendente en cada detalle. La señora Carver es fuente de inspiración, por lo que es ella más por lo que le rodea.
Dentro de la casa, dejamos las tres botellas echadas sobre unos periódicos viejos. Como si tuvieramos prisa, nos desnudamos en el cuarto de baño y con la bañera, casi llena de agua caliente, nos metimos los dos. El cuerpo de la señora Carver es como una estátua. A veces, tengo que refregárme los ojos para asegurárme de que no es un sueño, de que la mujer que tengo a mi lado es real y no mucho mayor que yo, que los años que me lleva, al fín y al cabo, son experiencia que tiene acumulada, pero que fisicamente no aleja la posibilidad de entendimiento entre su cuerpo y el mío. Somos hombre y mujer, más allá de lo que pueda figurar en nuestro canet de identidad. Su cuerpo perfecto y su mente, producen en mi una sensación tal de bien estar, de conformidad, que no puedo dejar de pensar en que nos llevamos bien y que es lo único que me sirve. Ella es... mi mujer porque la veo, la noto, la siento en total y absoluta entrega a mi, como persona, como hombre. Así que... ¿a quién le importa que naciera casi quince años antes? No obstante, creo que debo vacunarme contra el sufrimiento.

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