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domingo, 1 de febrero de 2009

LA SEÑORA CARVER XIX

XIX.- La piel.
La ferocidad con la que se nos van de las manos los instantes infinitos, ese tiempo que se desliza como arena entre los dedos, como agua que resbala por el cemento de las aceras. El tiempo que hay que aprovechar como el único bien, intangible, del que disponemos en cada momento.
Se va, se va, y nos quedamos sin pasado y aún no hemos inventado el futuro. Nuestros enigmas como animales sociales, nuestro sacrificio por los otros y por nosotros mismos, se quedará en nada, nada. Y de poco vale luchar contra el tiempo, mejor no pensar, luchar si, pero a favor de lo que nos viene, agradecer el próximo instante y ver qué se nos ocurre para depurar lo mejor de nosotros mismos ante la proximidad de ese segundo nuevo.
Por eso, quizá por eso, la señora Carver cada poco pregunta por la hora, cada poco mira a los relojes que hay por la casa. Parecería que le preocupa poderosamente el reloj de pared o el de mi muñeca, los relojes malditos.
- James, ¿qué hora es? - Pregunta con los ojos cerrados, sintiendo el calor del agua y el de mi cuerpo abrazado al suyo. Está tan hermosa dentro de la bañera, tan brillante su piel, tan limpia su mirada y su gesto, tanta fortaleza en su forma de estar abrazada a mi y me dejo llevar, dejo que sea ella la que diga las cosas, la que haga las cosas, porque soy un forastero, un viajero que llegó de madrugada y estoy bañándome junto a la dueña de la casa donde tengo alojamiento. No soy nadie más que eso. Me dejo llevar bien, porque me gusta y es preferible.
- Las nueve menos cuarto, señora Carver.
Se vuelve, me mira a los ojos con tanta intensidad y me da a entender que está a gusto, contenta de tenerme con ella dentro, pero a la vez está triste, porque dice que había pensado hacer cosas distintas. Que había pensado poner una buena cena, vestirse elegante, preparar la mesa del comedor como para la mejor fiesta, poner dos velas encendidas, beber del vino de la bodega, tantas cosas como había pensado. Si lo hace, si también encendemos el fuego en la chimenea de la buhardilla, si hacemos todo lo que estaba previsto, nos robamos tiempo a nosotros mismos y eso no puede ser.
- ¿Qué hacemos, James?
- Es fácil señora Carver, no se preocupe de lo que carece de importancia. Salimos de la bañera, hacemos una cena rápida y se acuesta, que mañana tiene que madrugar.
- De eso nada James, de eso nada. No lo digas ni en bromas. De acuerdo con que hacemos una cena rápida, pero no quiero dormir y menos yo sola, no quiero ni pensarlo. Tiempo tengo de dormir sola a partir de mañana ¿Qué quieres para cenar, James?
- Ya lo dije, algo rápido que no de trabajo en la cocina. Unos huevos fritos o así, huevos no, porque mancha de aceite. Una tortilla francesa... pero no... también da trabajo.
- ¿Te gustan los huevos cocidos, James?
- Me encantan, señora Carver.
- Pues hacemos eso. Media docena de huevos se cuecen mientras ponemos la mesa, preparamos algo de fiambre, de fruta, el vino y a la vez, hacemos un buen café ¿Te parece bien, cariño mío? bueno, quiero decir que si te parece bien, James.
- Perfecto señora Carver, lo que usted haga para mi es perfecto, pero yo no tomo café...
- Lo hago por mi, James, no quiero que me de el sueño hasta tarde, muy tarde.
Salió la señora Carver de la bañera, se quitó la toalla de la cabeza, que había puesto para no mojarse el pelo, y del armario de las toallas sacó un albornóz de algodón blanquísimo y me lo ofreció:
- Póntelo James, es mi albornóz. Ven cariño, que te peino y te seco el pelo.
El albornóz me queda algo pequeño y ante el espejo me siento un poco raro, pero ella dice que el blanco, tan blanco, contrasta con mi piel morena, con mi pelo negro algo largo y mis ojos y que mi cuerpo es efébico y andrógino, por lo delgado, que a veces, el espejo le devuelve de mi la imagen de una mujer y que se siente tan plena porque en mi tiene a dos, de frente un hombre y de espaldas una mujer. Que no puede vivir sin el juego de los espejos... y de lo dual, de la vida y de la muerte, que sus orgasmos son largos e intensos, semejantes a una pequeña muerte...
Y lo cotidiano de la vida doméstica se vuelve sublime y el estar ante la señora Carver, dejar que me peine, que me acaricie, que ponga sus senos a la altura de mi boca para que chupe sus pezones largos y oscuros como bellotas de encina, que alargue su mano y la meta por entre el albornoz en busca de mi polla, casi siempre despierta, a la espera.
Existe el cielo y está entre nosotros...cuando se ofrece para que la coma, mientras ella me come con la fuerza de un pantano roto. Prefiero no pensar, cierro los ojos y ella me da en la boca el antecedente de lo mío y recibe de la mía el de lo suyo. Existe el elixir de los dioses y me viene y le viene. ¡Altó ahí, que nadie se mueva!
- No me hagas esto James, me vas a matar. Házlo y mátame.
Así que...

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