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martes, 14 de abril de 2009

SOPHIE

X
Sawa y el hombre negro hablan y ríen mientras se acercan por el pasillo hasta el salón principal, donde me encuentro. Mi corazón late, bombea, como caballo desbocado. Respiro hondo y antes de que aparezcan me aprieto las piernas bien, como si quisiera proteger mi intimidad, como si me quisiera dar suerte a mi misma apretando mis piernas y con ellas mi coño y mi corazón.

“Mossés, esta es mi amiga nueva. Se llama Sophie”. “Sophie, Sophie, encantado de conocerte, es una suerte para mi”. Me levanté y tuve que subir la mirada, porque Mossés es muy alto. Gracias, muchas gracias, igualmente te digo.

Allí estaba el tatuador, negro pero no tan negro como Sawa, con una cabeza como un melón, completamente afeitada, manos como territorios, sonrisa brillante de marfil, y una corpulencia fibrosa y atlética. Viste una camisa blanca amplia, de cuello tibetano y pantalón de lino negro, sandalias semejantes a las mías y unos dedos con uñas como púas de guitarra. En su mano derecha, el maletín de aluminio brillante, semejante a los que llevan los técnicos de energía nuclear, pensé.

Sawa se mostraba feliz, entusiasmada de verle ya que no le quitaba ojo, parecía que entre ellos había una amistad profunda. Me llamó la atención su anillo de casado y su esclava de plata en la muñeca izquierda. En la otra muñeca, un reloj de oro, un Rolex. Si es de oro, lleva una fortuna con él, pensé.

“¿Quieres comer algo, Mossés?”. “No, cené en el Hospital, lo que necesito es algo muy fresco, estoy sudando como un camello en el desierto, este agosto me va a deshidratar”. Su voz... su voz era ronca y profunda como un pozo africano, nunca mejor dicho. Sawa se fué hasta la cocina y mientras abría Mosses su maletín, me miró sonriente y preguntó si soy tímida, si estoy nerviosa. Un poco nerviosa, la verdad. “Puedes estar tranquila, apenas te haré daño”. Su maletín abierto ante mi, contenía utensilios médicos, algodones, guantes de látex, frascos de colores, y la máquina de tatuar, semejante a los aerógrafos que usan algunos pintores.

Sawa traía en la bandeja tres vasos de cristal labrado, llenos de hielo, almendras, aceitunas y una botella de ron Cacique. “Mossés, trabaja de enfermero en el Ramón y Cajal, colabora con la Embajada de su país, Nigeria, como chófer y como guardaespaldas. Le enseñó a hacer tatuajes un dominicano que tiene el estudio de tatuajes y piercings en Lavapiés”. Mossés llenó su vaso hasta arriba y Sawa los nuestros un poco menos.

Mossés levantando el vaso brindó: “Por nuestra amistad y por Sophie, para que se relaje y no me tenga miedo. Nunca comí a nadie”. Nuestros vasos chocaron y su choque me serenó un poco, solo un poco, porque por dentro una batalla de jaguares me habitaba. Que sea lo que tenga que ser, me dije para adentro y muchas gracias por fuera.
Tiemblo, pero no mucho. En África suenan tambores más allá del horizonte y aquí, en mi corazón, un tam tam que dice: Tranquila, que parece buena gente.

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