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martes, 21 de abril de 2009

SOPHIE

XIII
Mis ojos atónitos, asombrados, mis dedos investigando las sensaciones de la piel y mi corazón desbocado. La escena era realidad soñada en fantasía millones de veces vividas desde que tenía uso de razón y allí, delante de mi asombro, Mossés se transfiguró en fauno, en cíclope, en hombre mito, mitad caballo, mitad diablo que me atrae hacía su infierno de subterráneas inmensidades de deseo.

Cuando se acabó el tema musical que bailaban suelto, enseguida vino otro mucho más lento, más cadencioso. Sawa se quedó paralizada durante segundos, daba a entender que estaba volviendo a la realidad, que volvía a ser consciente, que bajaba de su nube.

En ese momento, sin que me diera cuenta, mis dedos acariciaban y abrían los labios lúbricos de mi sexo... tan palpitante y abierto como la vagina de una yegua después de ser fertilizada por un semental. Un hilo de lava me mojaba el tanga negro y los muslos, pero ellos no se lo podían ni imaginar.

Mossés la cogió por la cintura y se pusieron a bailar muy juntos, muy apretados. Pude comprobar la diferencia de estatura y de corpulencia y sobre todo, cómo el miembro del hombre negro, completamente erecto, se frotaba entre los pechos de Sawa y la cabeza de ella descansaba plácidamente sobre el pecho de Mossés. Verles así era uno de los espectáculos más maravillosos y excitantes que yo había visto jamás.

Bailaron durante un buen rato y yo, como que no quiere la cosa, me había bebido mi segundo vaso de ron. Para mitigar los efectos, bebí unos buenos tragos del bote de coca cola.

Paró la música y la pareja de negros, de dioses africanos, se dejaron caer sobre la alfombra, abrazados, henchidos de emoción, extenuados y con evidentes, ganas de hacer el amor, de follar. Mossés no podría disimular, su falo era un mástil y Sawa ardía mirando con ojos lúbricos y con deseos de poseerlo.

Sawa, un poco recuperada, cogió con sus manos el miembro de Mossés y con él se acariciaba la cara, los pechos, los labios de la boca, hasta que, con una mirada de complicidad hacía mí, empezó a lamer y lamer. Cuando ya tenía el capullo del hombre dentro de la boca, Mossés se dirigió hacia mi y dijo: “Si de verdad tienes dieciocho años y quieres, puedes venir y hacerme lo mismo que ella”. Me quedé pensando, pero no mucho. Mi vulva me ordenó que fuera y fui tan entregada, tan dócil, que no me importaba el dolor que me pudiera sobrevenir, porque el placer que ya sentía, cegaba todo lo razonable. Mi mente gritaba en silencio: “Cogérme y hacer conmigo lo que se os ocurra”. Así fue.

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