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sábado, 7 de febrero de 2009

LA SEÑORA CARVER (XX)

XX.- El punto K.
A pesar de la fascinación que me producía la compañía y entrega que hacia mi mostraba la señora Carver, no podía evitar mis pensamientos divididos, contradictorios y en tres, o más, estratos distintos en los que se bifurcan simultáneamente mis ideas. Era inevitable, a pesar del esfuerzo que suponía, y consecuencia de mi lucha íntima, la batalla cotidiana con mis bestias interiores, esas que me obligan a ser a su semejanza.
La mente, mi mente, parecía ir por derroteros propios, mientras mi cuerpo y mi presencia física, se mostraban lo más concentrado posible en estar atento a cada palabra, a cada gesto, a cada acto, que el momento requería. Mi enfermedad sigue su curso y yo el mío. Indivisibles pero independientes.
La señora Carver se vistió con la camisa de leñador, los pantalones tejanos y una especie de bailarinas para estar cómoda en casa.
En la cocina, puso un recipiente grande, con agua, al fuego y la cafetera en otro.
- ¿Cuántos huevos necesitamos, James?.
- Cinco o seis, señora Carver.
- Pondré seis, que tenemos hambre.
Entre los dos preparamos la mesa que, dentro de la amplia y moderna cocina había, para no manchar la del salón comedor. Al coger las botellas de vino, en una hoja del periódico viejo, aparecía una noticia sobre un suceso trágico ocurrido medio año atrás en una ciudad de la costa, a quinientos kilómetros de allí. No había foto del asesino pero era mejor prevenir, por si acaso.
Con el periódico limpié el polvo de las tres botellas y las dejé listas para ser consumidas. Hice una bola con el papel y lo escondí, sin que ella me viera, lo más abajo posible de la bolsa de basura. Tengo que andar con mil ojos, pensé.
Lo cotidiano no tiene importancia, ni trascendencia aparente, pero hay que hacerlo y mientras tanto, se vive, a la vez se piensa en otras cosas, se entretiene uno y simultáneamente, se muere. Como la señora Carver es un alubión de palabras, hablaba y hablaba, pero eso si, pegada a mi como si los dos fuéramos uno.
- ¿En qué piensas, amor mío?
- Pensaba en la cena, en el vino ¿Abrimos una botella, señora Carver?
- Claro que si, nos vendrá bien para coger fuerzas. Bésame y no pienses tanto, ya sé que soy mucho mayor que tú ¿Te parezco vieja?
- Ya lo ha preguntado otra vez y no me gusta que lo piense. La veo como si fuera la mujer de mi vida. Mire cómo está ¿Cree que si no me gustara se pondría así?
- ¿A ver?- abrió el albornoz y con la mano la acariciaba y acariciaba. Se subió a comerme la boca y bajó a beber de mi: “Me gusta más que el comer” decía la señora Carver.
Cómo iba yo a reprimir tales muestras de pasión si, aunque no lo reconozca, me gusta tanto, pero tanto, que me tengo que concentrar para que no me derrame y dure más y más. Su boca succiona y lame hasta lo más recóndito de mis fibras sensibles, que son todos los poros de mi piel.
No es fácil sentir esto y a la vez, irrefrenables ganas de ahogarla, de dejarla sin aliento.
- ¡Dios, James, que me vas a ahogar! – Se le escapaban lágrimas que hacían que se le corriera el rimel y ... estaba preciosa con la cara con dos hileras de lágrimas negras, al menos grises.
Eso es lo que quiero y le enseñé a que le llegara hasta la tráquea, porque le convencí de que en lo más profundo de su garganta está el punto donde se llegan a ver las estrellas de tan elevado éxtasis. El punto K. K de killer, asesino en inglés, pero esto no lo dije. Más adentro, que en una de estas te quedas muerta de gloria, señora Carver, te vas a enterar.

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