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martes, 8 de diciembre de 2009

SÍGUEME

La pequeña Lena seguía sin hacerse demasiadas preguntas sobre el papel que representaba en aquel escenario tan excitante, el personaje que le correspondía en aquella obra de teatro en la que, con diversos actores y actrices, y que, irremediablemente, le tocaba representar. Nunca antes se le había ocurrido pensar en por qué la tierra es redonda, o por qué cada año llegan la primavera y el resto de estaciones se suceden unas a otras irremediablemente. A esas alturas de la fiesta y después de todo lo acontecido, era mejor no pensar, no hacerse preguntas.
Ni Leo, la Artista, ni nadie pudo atajar el sentimiento renacido que se había despertado en su interior. Los dedos del hombre uruguayo resucitaron en ella el sentido femenino de mujer que, por naturaleza, desea ser satisfecha por hombres y por algunas mujeres. No solo seré la hembra de Leo, piensa mientras observa cómo la miran todos.
Los efectos de la primera copa relajó los sentidos y de forma, casi sincronizada, se desprendieron de los zapatos y sandalias para poder sentir la baldosas sobre la piel de sus pies. Los hombres se desabotonaron sus camisas y Almudena soltó su pelo negro para lucir una melena de pelo negrísimo y lacio que le brillaba como crin de caballo árabe y que le llegaba hasta mucho más abajo de media espalda. Sus tejanos por el suelo y su desnudez fue admirada y aplaudida, como se aplaude la excelsa actuación de una virtuosa del erotismo. Almudena tiene cuerpo de sirena y belleza racial árabe. Lena se queda de piedra, se mira a si misma y comprende que es un milagro que sigan sin quitarle ojo.
Es tal la excitación y sensualidad que siente por dentro, que piensa que su vestido, pegado al cuerpo como camisa de culebra, corre peligro de que se manche de tanto sudor y efluvios. Los labios de su vulva se cierran y se abren, como boca de pez sobre tabla seca, sin poder remediarlo y fluye, algo fluye. Se lo quita y con su vaso de coca-cola y hielo en la mano, se sienta en el banco de la colchoneta de rayas azules y blancas. Leo abre la puerta del cuarto del jardinero, de par en par para que todos vean la gran cama de hierro y deja encendido el flexo con bombilla azul.
- Podéis quedaros a dormir si no estáis en condiciones para conducir. La cama, para el que la necesite.
Las cadenas doradas que adornaban a Leo eran objeto de contemplación y Venanzzetti preguntó dónde podría conseguir unas iguales para regalar a quién él sabe. El poeta preferido de Leo, no dejaba de mirar y mirar. Muy rara vez hablaba y cuando lo hacía sus palabras tenían un mensaje profundo. Mirando a Alexandra dijo: Con permiso de tu marido, debo decirte que me recuerdas al póster de Bianca Jagger que tuve en mi habitación cuando descubrí que soy un animal sexual, humanamente sexual. Bianca era mi sueño cada noche y cada amanecer e incluso muchas siestas. Tu eres como Bianca y me has despertado el animal que me habita desde que, casi un niño, empecé a sentir el placer del deseo de la otra parte que me complemente.
- Gracias Sigfrido. En mi ciudad, cuando adolescente, me llamaban Bianca. La primera vez que fui a Nueva York, estando de visita en La Factory, un señor de cierta edad me dijo: “Debes ser la hija de mi amiga Bianca Jagger”. Ese señor era Karl Liegfither, amigo personal de Andy Warhol, hoy es nuestro mecenas y representante artístico para los USA. No estás desencaminado, por lo tanto
Cati, la secretaria de la Concejala de Cultura del Distrito, en realidad se llamaba Catalina pero todas sus amigas y amigos la llamaban Cati. Por encargo de la superioridad del Ayuntamiento, su labor es seleccionar y comprar determinada obra con el fin de decorar algunas estancias de los despachos de los Concejales con Arte pictórico, sobre todo, de artistas madrileños con proyección nacional e internacional.
La secretaria Cati había comprado el tríptico que representaba las tres fases del fuego y otros dos cuadros más, por eso Leo dio permiso, con la mirada, a la pequeña Lena de que se dejara besar por Almudena, porque era la amante de Cati y esta intentaba seducir a la mujer nicaragüense. Nadie manifestaba, claramente, sus intenciones pero había detalles que lo evidenciaban.
Leo, ya desnuda, era la atracción oficial de todos los reunidos, por ser la anfitriona, pero subterráneamente todos anhelaban alguna forma de posesión de la pequeña Lena. Cada uno con su vaso de cristal labrado y lleno de su bebida preferida fue tomando sitio. Lena, como es su costumbre, se sentó, sola, en el centro de un banco donde no había nadie. Minutos después, a su derecha se sentaba Almudena y a su izquierda Roland, el uruguayo.
Lena observaba que su maestra, Leo la pintora, parecía tener predilección por el poeta, pero no podía o no quería manifestarse ya que, según le había comentado, quería ser fiel a su marido con lo que respecta a hombres. Según pensaba recibió el mensaje, a través de la mirada, de que podía ser poseída por todos menos por los latinoamericanos, él y ella.
Cada pensamiento suyo estaba destinado a satisfacer a su amor mujer. La noche era fuego de bochorno y cada uno llevaba dentro su otra clase de ardor. No pasaron ni tres minutos cuando Almudena ya era un completo roce con la piel de Lena, el uruguayo había posado la mano sobre su muslo y con un gesto había indicado que se abriera bien para poder meter sus dedos. Lena se abrió y tomando un trago bien abundante cerró los ojos . Cuando ya estaba próximo el primer beso de la mujer de crin de caballo y antes de que los dedos del hombre la penetraran, la mujer pidió que la siguiera y sintió alivio. Con el hombre uruguayo no puede, no debe, sentir.
- ¿Vienes conmigo?
- Si, claro que si.
- Sígueme.

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