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domingo, 6 de diciembre de 2009

NUNCA VOLVERÁ.

Sentado en la hojarasca de los chopos
contemplo el discurrir del río, de mi río.
Entre los juncos medio secos habitan
varias familias de patos salvajes. Viven.

Nunca se ve gente del otro lado,
pero miro mientras fumo. Miro.
El día nublado y gris es cálido
y pienso en fronteras, en límites.

El agua, casi cristalina, avanza
corriendo y nunca regresa. Corre.
Horizontal y rugosa arrasa instantes
para dejar claro el paso del tiempo.

La eternidad del agua de mi río
me hace recordar cuando la madre.
Pero el agua no lo puede saber,
ni le importa. Parece huir. Huye.

De repente, acontece el milagro:
un pardal se mece en el junco
más alto de toda la junquera
y parece tan contento. Feliz.

El ruido de la hojarasca
espanta a los patos y se van.
Regreso y el río se limita a lo suyo:
discurrir lentamente, sin despedirse.

La hojarasca se estremece y ruge
con mis pisadas. Parece gritar:
“Lo has echado todo a perder,
no tienes remedio. Nunca volverá”.

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