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viernes, 14 de marzo de 2008

T. Q. 15 de marzo, sábado.

Desperté sobresaltada por culpa de no sé que sueño: alguien me perseguía y cuando casi me coge, caigo en un charco que no era charco, algo mucho peor, una especie de arenas movedizas gelatinosas y asquerosas, donde me hundía y hundía y cuando ya me llegaba el lodo de arena, o de heces, por la comisura de los labios, hice píe en una protuberancia, como si fuera un cuerno del diablo que en el infierno me espera y al hacer un impulso hacia arriba, tomé aire y me desperté. Tengo sueños tan horribles, tan pesarosos, que prefiero mil veces estar despierta. Casi a ciegas, me puse una camisa de mi marido y sin bragas ni nada, me senté sobre la alfombra persa junto al piano y fumando mi primer Pall-Mall azul, me vino el pensamiento de pensar, de revivir, de fertilizar mi velada nocturna de cuando todos duermen. Me acordé de que cuando era pequeña, mi padre llevaba al rastro a mi hermano muerto. Quería ir a toda costa con ellos y preparaba unas rabietas histéricas, de actriz histriónica, que a mi pobre padre no le quedaba otro remedio que llevarme. El rastro era lo más emocionante de todos los días de la semana, junto con el cine, claro. Al llegar y envolvernos entre la marabunta de gente, mi padre nos agarraba fuerte, de la manita, y uno a cada lado le seguíamos, con los ojos como platos para no perder detalle de tan abigarrado mundo de potentes, como latigazos, imágenes para la gran esponja observadora que era yo. Una mañana, a nada que se distrajo mi padre, mi hermano se perdió. Menos mal que al cabo de media hora lo encontré escondido, sentado y tan tranquilo, jugando con un cachorro de perrito que estaba bajo una mesa de un vendedor de figuritas de cristal. Mira papá, papá, mira, está ahí... Mi padre respiró hondo y dimos la vuelta y se acabó la fiesta. Si te llegas a perder tu madre me mata. Al llegar a casa, fue tal la bronca que se llevó el pobre Patrick que, por capricho, se negó a volver al rastro con mi padre. Mejor para mi, debí pensar yo, así voy sola. Cada domingo, cuando veía que mi padre estaba terminando de preparase ya estaba, como un clavo, esperándole a la puerta, no fuera a ser que se olvidara de mi. Me están cayendo las lágrimas. Lo estoy viviendo. Pápá ¿Qué vende ese señor que dice “¡Pa la gripe, pa la gripe! Calla y no preguntes tanto. Papá, ¿Por qué esa señora monstruosa no tiene piernas y encima pide limosna? Papá ¿Qué quiere decir rastro? Mi padre compraba muchos libros ¿Cuánto cuesta este?, preguntaba. Quinientas pesetas. Te doy cien y vas que ardes, respondía mi padre. Imposible, contestaba el vendedor. Al hacer el gesto de que nos íbamos, el vendedor llamaba a mi padre: Cógelo hombre, cógelo ¿Te das cuenta? Hay que saber comprar. Mi padre es tan bueno, tan buen conversador, tan simpático, tan buena persona... De repente, se paraba y se ponía a hablar con un amigo. No te lo puedo contar porque hay ropa tendida ¿Dónde está la ropa tendida? Me preguntaba para mi. Hasta que pasados unos años me di cuenta que era yo, la ropa tendida era yo. Tenía tantos conocidos mi padre... Una vez, un señor miraba unas revistas y al pasar las hojas me las iba enseñando. Mi padre se dio cuenta y al llegar a casa le dijo a mi madre que se acabó el llevarme al rastro. A partir de ahora, la llevas a misa de doce que aprenderá cosas mucho mas positivas. No volví con mi padre. Pero... me quedé con las imágenes. Debía tener nueve años y ya sentía cosas. Pronto empecé a buscar parte de lo que mi padre compraba y escondía. Le pillaba revistas como el Play Boy, el Penthouse y otras de las guarras, que tenía escondidas. Esa fue mi perdición, gracias a dios. Empecé muy niña a observar fotografías de mujeres besándose con una lenguas larguísimas, vulvas abiertas y mojadas, hombres con unos falos como círios, que se introducían por todos los orificios de aquellas elegantes y sofisticadas mujeres. Pronto madrugué a la fantasía y al erotismo. Ese desbordamiento de la imaginación pudo ser la espoleta de donde estalló mi pasión por escribir. Mi padre me compraba libros infantiles y discos de vinilo con portadas maravillosas. Leía mis libros y a veces los de mi padre. Leer era una necesidad biológica. Cuando mi padre y yo llegábamos al puesto de las aceitunas y variantes me compraba una berenjena de Tomelloso y me ponía perdida el vestido tan bonito que mi madre me había puesto con tanto esmero. Me encantaba mancharme del líquido que soltaban y pringarme bien con los helados de chocolate. Mi padre... El afinador de pianos me cogió en volandas, como el que coge un barquito de papel y me puso boca abajo en la alfombra persa que había junto al piano K-Kaway. No quiero preñarte, dijo. Me abrí los glúteos y dejé que me penetrará por detrás, sorprendida de su impulso y de su miembro de dios fauno. Así es como se ama, amando aunque duela, pero no dolía y después de un buen rato de gritos y gemidos, me levantó y me llevó al sofá... Escucho a Hélène Grimaud tocando a Schumann y ¿Sabes una cosa? Te estoy deseando a ti, a ti que nunca te tuve, ni me tuviste y mis dedos buscan placer para ofrecértelo en ánfora de bronce, porque... T. Q.

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