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martes, 11 de marzo de 2008

EL VÉRTIGO

I
Cuado era niño en el pueblo de adobe
tenía casa grande, patio y rosal.
Sendas con pequeñas margaritas blancas
amapolas y en el huerto un nogal.

Mi madre me besaba en la frente
y me ponía perfume para la misa.
En la torre vuelo de campanas
y niñas guapas de risa que te risa.

Cuando era niño en el pueblo de adobe...
tenía sesenta ovejas y un carnero.
Caballo grande con cascabeles
y fuí jinete de los de sombrero.

II
Y de pronto asoman gestos de grajos
que oscurecen la blancura de la inocencia
arrasando la confianza hasta en el cielo.

Porque el cielo derrama tormentas
que lo dejan todo como un páramo
y los rayos queman hasta los trigos.

Y de pronto se destruye incluso el caos
indescriptible: la posibilidad de ser niño
y nace el hombre putrefacto por dentro.

Las casas se tambalean y los dioses
enfurecidos, envian toneladas de realidad
dejando muertos ocultos bajo el escombro.

La única percección es el vértigo
que obliga al viaje para ser extranjero
en lugares inhóspitos y destartalados.

Podéis comprobar que no invento nada,
que todo lo que digo es cierto porque lo viví
en mis entrañas y me habitó otro.

Nací para ser niño y me desgrano como espiga,
convertido en sombra de lo que era.
Ahora... ni torre, ni casa, ni nogal.

Nadie me advirtió y me encuentro abrasado
en esta gruta de inmensa profundidad
donde no llega la luz de las estrellas.

Tengo vértigo...
¿Queda una tapia para apoyarme?

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