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lunes, 10 de marzo de 2008

"EL CUADRO"

Había llegado el sábado bastante de noche. Madrid y la vida misma, eran un misterio. Dormí en un hostal sin estrellas de la calle Carretas. Oía gritos y quejas de mujeres en la habitación de al lado y no sabía el por qué. Tiempo después, alguien me abrió los ojos. El domingo por la mañana di una vuelta por los alrededores del hostal donde había dejado la maleta. Deslumbrado por la grandeza de la ciudad, busqué una pensión para mas tiempo. Calle de la Cruz, 37, cuarto izquierda. La escalera olía a barniz y a madera antigua.
Me recibió una señora, casi anciana. "Esta es tu habitación para compartirla con otra persona, que puede llegar en cualquier momento. Me tienes que pagar quince días por adelantado". Casi me quedaba sin dinero. Era grande y luminosa, entraba el sol hasta más de la mitad. Dos camas de 1,20, armario de tres cuerpos con espejo de luna, palanganero, palangana, jabón, toalla de color rosa y jofaina blanca de porcelana. Una ventana grande con balcón a la calle. Buena vista de los tejados de Madrid y sobre todo, del maravilloso cielo madrileño. Ese balcón me daba la vida.
Lunes por la mañana, hay que buscar trabajo. Casa Ciriaco, en Tirso de Molina. "Si no eres camarero puedes entrar como ayudante de cocina. Fregar, pelar patatas, barrer y todo lo que te mande el cocinero. Cuando vea como trabajas, te pagaré lo que crea conveniente. Si en quince días me gustas, te haré un contrato y entonces puedes llegar a cinco mil pesetas. Si quieres ser camarero, antes tienes que pasar por la cocina unos meses. De camarero ganarás siete mil, mas las propinas. Si aceptas ven a las siete". Me acordé de mi pueblo, de mi casa ¿Para qué vendría? Fui ayudante de cocina en Casa Ciriaco.
El dueño me presentó al cocinero y ofreciéndome un delantal: "no pares de hacer cosas, aquí no se puede parar ni un solo momento", dijo con voz áspera. Lo mejor era que comía bien y que el señor Aquilino, el cocinero, me cogió aprecio y al terminar la jornada, metía comida en una fiambrera de aluminio y me la daba en una bolsa con su agradable sonrisa, diciendo: "por lo menos que no pases hambre". Terminaba el último, fregaba lo de la cocina, lo de la barra y lo de todo el mundo, barría el bar y sobre la una y media de la madrugada, regresaba andando hasta casa, directo a la cama, reventado de tanto trabajar.
Una noche, cambié la ruta de vuelta y me detuve en un escaparate de la calle Paz, junto al Teatro Albeniz. Una guitarra preciosa reposaba sobre una silla de enea, adornada con un mantón de Manila, dispuesta de tal forma que parecía una obra de arte, porque aquella guitarra lo era. Durante unos minutos la admiré con envidia. Nunca podré tener una guitarra de José Ramirez. Caminé un poco más, por la misma calle y en una tienda de enmarcar cuadros y complemetos para el Arte, había varios ya enmarcados en el escaparate. Uno de ellos me llamó la atención. Representaba a una niña muy guapa, con una bola en la mano derecha y la izquierda, apenas si se veía entre los pliegues de su vestido de color azul celeste. Sus ojos luminosos, su pelo negro azabache con flequillo hasta media frente, su rostro sereno y hermoso, aquella sonrisa de Gioconda. Todo el cuadro me fascinaba. La contemplaba mientras lo que se tarda en fumar un cigarro. Muy de cuando en cuando, pasaba algún transeunte pero nadie se paraba a ver los cuadros. Me fijaba en todos los detalles. Quería ver la firma del autor o autora. Ni fecha, ni firma, tampoco título alguno. La bauticé como "La niña de la bola". Regresaba hasta casa y antes de dormir, pensaba en la magnética niña del cuadro.
Durante meses hice el mismo recorrido, cada noche, a la misma hora. Repetía el rito de llegar al escaparate, encender un cigarro y contemplar a aquella niña con su bola en la mano. El trabajo era agotador, pero entre la comida que no tenía que pagar y el dinero suficiente para la pensión, me conformaba. Las noches, al salir del trabajo, eran tranquilas, el cielo precioso, solo el ruído de los camiones de la basura, los aguadores que regaban las calles y el sereno, un gallego que se llamaba Rufino y que siempre me decía: "carallo, tarde xegas, rapaz". Antes de dormir pensaba en "La niña de la bola".
Al cabo de tres meses había ahorrado ocho mil pesetas. Temprano me dirigí hasta la tienda ¿Cuánto cuesta el cuadro de la niña? "Tienes buen gusto", dijo el dueño, un señor de pelo blanco y bigote de respeto. "Sólo los artistas preguntan por ese cuadro. Cuesta noventa mil pesetas, es de una pintora que quiere pasar desapercibida. Por detrás, está su firma y su certificado de autenticidad".
El domingo en el periódico venía un anuncio que prometía buen sueldo, más comisiones. Me despedí del bar y el señor Aquilino me dio un fuerte abrazo y una bolsa con mas comida que nunca. "Chaval, que tengas mucha suerte en la vida". Según mis calculos, podría tener el cuadro en seis meses. Trabajaba de vendedor de libros, casi doce horas diarias. Destrozaba zapatos y salud, pero con dignidad. Solo podía ir los sábados y los domingos a ver el escaparate y allí estaba mi niña, tan solitaria como yo. En poco tiempo me hice un profesional de la venta. Al cabo de seis meses tenía ahorrado más de noventa mil pesetas y mi prioridad era el cuadro.
Un sábado me levanté decidido a comprar el sueño de mi vida. El señor del establecimiento dijo que había mucha gente interesada en ver a la niña y que aunque no lo compraban, se decidian a entrar en la tienda a preguntar y de paso llevaban pinceles, óleos, lienzos, caballetes, etc. "El precio ahora, es de ciento ochenta mil pesetas". Al verme tan triste y hundido, cuando ya tenía la manilla de la puerta en la mano, me llamó "¿Te gustaría ser dependiente?" Hablamos y el lunes siguiente me dió una bata blanca, como las de los médicos y fuí dependiente y tuve conmigo a la niña de la bola. No ganaba mucho, pero el estar tan cerca del cuadro, vender a los artistas y hablar con ellos, me colmaba de una satisfacción que no se paga con dinero. Hasta que un día llegó un hombre con aspecto de ganster y subió al despacho para hablar con el dueño. Aquel tipo tan trajeado me dió mala espina. La tienda pasó a ser sucursal de un gran banco y tuve que volver a ser vendedor de libros.
"La niña de la bola" pertenece al fondo de Arte de la Fundación de la Obra Social, del dichoso banco. Lo tienen escondido, creo.

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