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domingo, 23 de marzo de 2008

T. Q. 23 de marzo, domingo.

Hemos vuelto a casa. Atrás quedaron mi Ítaca preferida, mi padre, mi madre, alguna que otra lágrima y millones de moléculas de sentimientos almacenados en la memoria. La casa está fría pero ordenada y confortable. Aún queda alguna maleta por deshacer y en la tarjeta de mi cámara cientos de fotos que fui tomando en mis salidas solitarias por las veredas de los montes, por la playa, por las callejas empinadas de Mojácar, por sus escalinatas estrechas y sus rincones cargados de historia, de pasado, de sangre derramada entre los moros y cristianos, de los de verdad, que hace siglos dejaron su huella y su nombre. Han sido días agridulces, como no podía ser de otra manera, en algún momento, tristísimos y dolorosos. La familia es la cara y la cruz de la vida, de mi vida. Nada sería sin la ayuda, sin el apoyo de mis padres, pero... hay veces en los que, sin saber muy bien por qué, son la causa de muchos disgustos y sin sabores. Ha pasado todo y a la vuelta, le decía a mi marido, llorando como una perdida, que no volvemos a pasar tantos días en su casa. Nos queremos y nos odiamos a la vez. Mi padre es bueno y no digo que mi madre sea mala, pero... por un motivo u otro siempre acabamos mal y rematamos con la ya archisabida frase: No vuelvo si no es absolutamente necesario. Mis noches de insomnio las pasé ensimismada mirando el mar desde la cristalera de la terraza, organizando, sin organizar, mi agenda para la próxima semana, mis personajes están vivos dentro de mi y me reclaman que no les olvide. La novela sobre los niños de la guerra, tiene muchas posibilidades de que la concluya antes de fin de año, aunque se que me llevará mucho trabajo de documentación, de estructura, de revisión y pulido, pero está en mi cabeza y con un poco de suerte, la daré feliz término con el objetivo único: que me guste mucho, pero mucho, a mi misma. Los proyectos siguen vivos y con mas fuerza que nunca. He hablado largo y tendido con mi padre, le ayudé a elaborar una buena base de datos para que lleve al día un archivo de todos los libros que vayan entrando o saliendo de su negocio. Estábamos solos cuando, por no se qué motivo, salió el tema de mi hermano muerto y no pude por menos que insinuarle sobre algunas dudas ¿Sabías que Patrick, tenía una pistola Astra? Eso es imposible, Theresse, tu hermano odiaba las armas, era pacifista y jamás podría sostener un arma en sus manos ¿Cómo te explicas entonces que tenga unas balas en su mesilla de noche? Se las di yo. Con esas balas pensaba hacerse unos colgantes para el cuello. Los vimos en un mercadillo y le parecieron un símbolo antibelicista. Comentó que le gustaría hacérselos el mismo y le di cuatro balas, quiero recordar. Entonces el que tiene una pistola eres tu. Así es. Tuve que comprarme una porque, cuando trabajaba, recibía frecuentes amenazas de muerte. Estuve de jefe de personal durante cinco años y eso me creaba enemigos. A veces tenía que despedir a gente. Tranquila que la pistola está bien guardada y tu hermano no tenia nada que ver con ella ¿Por qué mamá odiaba tanto a la tía Ruth? Es una historia de la que ya sabes lo que tenías que saber, por ahora. Encontré entre los libros una edición barata de “La perla” y me lo quedé. Lo releí por quinta o sexta vez. John Steinbeck nunca me defrauda y siempre aprendo cómo administrar debidamente las palabras. Entre los discos de mi padre encontré un c d de Jacqueline du Pré y recordé un episodio extraordinario de la gran violonchelista: En uno de sus primeros conciertos en solitario, Jacqueline ejecutaba con su precisión acostumbrada, una complicada obra. El teatro estaba lleno, a rebosar, ya que estaba empezando a ser popular su extraordinario dominio del instrumento. En la mitad del concierto, todos entusiasmados, tuvo dos fallos seguidos. Detuvo su Interpretación y dirigiéndose al público dijo: Perdonen ustedes, pero mi instrumento se ha desafinado, por favor, esperen unos minutos mientras lo afino, ahora vuelvo. El público en total y sepulcral silencio, esperó. Al poco rato apareció la intérprete y continuó con su magistral actuación. Fue tanto el éxito que obtuvo aquella noche, que mientras tomaban unos canapés para celebrar el acontecimiento, le entregaron un sobre junto con un impecable violonchelo nuevo, de la marca Davidoff, algo así como el Stradivarius de los violines. En el sobre decía: Le regalo este Davidoff, cuídelo y nunca le fallará. Anónimo. Escucho varias veces a Jacqueline y me ayuda a replantear muchas cosas. Voy a ser mas exigente conmigo misma y a dejarme de pensar en tonterías. Una pareja se besaba en la playa. El tendría la edad del afinador de pianos y ella, embarazada de seis o siete meses, no llegaba a los treinta ¡Cuánta ternura! Mi dedos me buscaron varias veces y me encontraron. No puedo vivir sin ellos y ahora entran en mi vulva, bien mojada, como si fueras tu, porque... T. Q.

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