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martes, 26 de agosto de 2008

El autobús.

Mi vida nueva me sorprende ante tanto descubrimiento, especialmente sobre lo que yo misma soy, una desconocida para mi. A pesar del día anterior tan frenético, con su noche y su trasnoche incluidos, pude despertarme a la hora prevista. Una especie de reloj biológico se ha instalado, de forma automática y responsable, en mi subconsciente y a las siete ya estaba en píe, tan fresca, como si no hubiera pasado nada, preparándome para el nuevo día. Por si acaso llegaba apurada, a las ocho en punto a la cita con el hombre que no ve, decidí coger el autobús.
Lo cojo en la Puerta del Sol y me deja justo a la puerta de mi trabajo. Como aún eran las siete y media, llegaría con tiempo.
La primera vez que lo cogí, fue con Elisa Llamazares Trapiello y como iba concentrada en ella, no me pude dar cuenta lo que es viajar en ese medio, aunque si recordaba que me recomendó que tuviera cuidado con mi bolso. “Hay mucho carterista”, dijo. Hoy tenía tiempo para observar con detenimiento a la gente, la calle, los coches... Madrid a esa hora huele a tierra mojada, a amanecer, a café con churros, a gente hablando alto, a gente a la carrera, a gente... tanta gente... que una se siente pequeña, nada, indefensa, como pluma que a nada que sople el viento, puede desaparecer ante tanta inmensidad.
Sentadas iban algunas parejas que venían de terminar la fiesta del viernes noche y otras que, medio dormidas, iban a su trabajo. Algunas parejas se besaban con envidiable pasión o, simplemente, ellos llevaban el brazo sobre el hombro de ellas. Otras personas, todas anónimas y extrañas, adormiladas se aferraban a las barras o a los asientos para no caerse en los movimientos bruscos de la máquina infernal en que se convertía el autobús. Noté que más de uno me miraba intensamente, uno, especialmente, lo hacía de forma hipnótica, lasciva, como si quisiera desnudarme con la mirada. Era tal su fuerza magnética, que por un momento creí que llevaba la camisa abierta y que se me iban viendo los pechos. Tuve que mirarme para asegurarme de que la llevaba bien abotonada. Ese se las arregló para ponerse detrás de mi y a nada que se movía el autobús me rozaba el brazo, o el trasero, con su mano, con disimulo. Otros, se notaba que andaban de tras de otras chicas y que alguna estaba tan harta de apartar a los tocones, que estaba desesperada, deseando llegar a su parada para bajar.
Amanecía y poco a poco, se llenaba la calle de coches nerviosos y gente acelerada o de al revés. Según el plano, me quedan cuatro interminables paradas para llegar. En la siguiente, bajaron tres o cuatro personas, pero subieron diez o doce. La presión que íbamos teniendo, cada vez era mayor. No veía al que tanto me miraba y me apoyé mirando por la ventanilla a los edificios de la calle, al gentío, incluso hasta el cielo, tan hermoso, tan... de Madrid. Cada vez sentía más las apreturas. Aquello no era normal. Un brazo fuerte como un roble, se apoyo, junto a mi cabeza, en el cristal de la ventanilla y era el hombre que me miraba, se había puesto justo detrás de mi y se apretaba sobre mi espalda y movía sus caderas para magrearse con todo el descaro que da el anonimato y mi impotencia. Intentaba moverme, pero no podía y notaba que aquel tío estaba rozándome, que su pierna se había puesto entre las mías y que me tenía completamente acorralada, a veces, bajaba su cabeza y trataba de rozarme la mejilla con la suya y besarme. Olía bien, su perfume de hombre era agradable y su aliento mentolado. Como pude, me di la vuelta y conseguí mirarle a la cara para decirle cuatro cosas, pero una frenada del autobús le abalanzó contra mi totalmente, e indefensa sentí su pecho contra el mío y su boca en mi cuello. No pude decir nada. Su pierna se metía entre las mías y noté como me despertaba las ansias y sentía los mismos deseos como cuando, en el baile, te dejas llevar sintiendo al hombre que baila contigo. Dios mío, que llegue pronto mi parada o que no llegue nunca. Su mano me agarró por la cintura y me apretó más y más y su boca en mi cuello y ... me metió la lengua en la oreja y lamió dentro. Se apretaba más contra mi y me cogió la mano y me la llevó hasta su bragueta: “Mira, es para ti” y noté su enorme bulto. “Por favor, tengo que bajarme”. “Mañana, a la misma hora, trae falda y te meto mano”. Pensé en si éstas cosas no se pueden denunciar, pero también pensé otras muy distintas que me avergüenzo, pero no, porque he de ser sincera y confesar que me gustaba lo que aquel extraño me hacía sentir como mujer: deseo intenso de que me jodiera allí mismo, delante de todos. Sé que no debería decirlo, pero es la verdad En la calle miré el reloj. Aún son menos diez. Me senté en mi banco frente a la casa del hombre que no ve y encendí un cigarrillo. Crucé las piernas y noté que me gustaba apretarme y sentirme. Hacía presión notando mi vagina mojada y abierta, deseosa, y como tenía las piernas tan cruzadas, nadie se podría dar cuenta de que me estaba dando un sutil placer. Mi cabeza no paraba de pensar en el hombre del autobús y estaba en éste pensamiento, cuando al succionar el cigarrillo y eshalar el humo, noté que me venía, pero paré y por segundos retuve un orgasmo como un torrente. Dios, qué locura tan maravillosa.
- Dos mil duros por tus pensamientos. Hala vamos, que ya están esperando...
- Abel, ¡qué susto! Estaba en Babia.
“Y vuestras manos, finas, como aqueste/ dolor, el mío, que se alarga, alarga,/ y luego se me muere y se concluye,/ así como lo veis, en algún verso”./ Alfonsina Storni.

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