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domingo, 3 de agosto de 2008

LA OFICINA A TU GUSTO.

El trabajo de la calle Velázquez está en un sexto piso. Nada más cruzar la puerta se nota como un perfume a museo, a galería de arte, a ermita, a velas encendidas, a misticismo. La sirvienta indica que el hombre ciego me espera en su despacho. A medida que avanzo por el pasillo percibo la música que escucha, aunque no la reconozco porque es clásica y no entiendo. Al acercarme a saludarle baja el volumen a su aparato, siempre encendido, casi al mínimo.
- Buenos días, señor ¿cómo está usted?
- Bueno, estoy, que no es poco ¿Cómo estás tu, Angie? Percibo buenas vibraciones. Cuando vuelvas de la gestoría haremos un recorrido por toda la casa. Tienes que elegir dónde poner tu despacho. Tendremos que comprar todo lo que necesites para que tengas la oficina a tu gusto. Bajaremos al garaje para que veas los coches y si quieres, puedes comer con nosotros. Hoy tenemos dorada.
El hombre ciego siempre viste de negro. Usa tirantes como los antiguos y tiene las manos bien cuidadas. Su uñas hablan de que dedica mucho tiempo a su aseo personal. Impresiona ver a un hombre así, tan elegante, tan pulcro, tan serio, oculto tras sus gafas negras, grandes como un antifaz o una máscara. Me pregunto quién se esconde detrás.
Sobre las once ya estaba de vuelta, con mi contrato en la mano, dispuesta a empezar con mi primer trabajo. Toda ilusión, toda entrega.
- Este pasillo es semicircular, como ves, y por él podemos llegar a cada una de las habitaciones. Los techos son muy altos y tengo la idea de pintarlos de azul claro, que den la idea de un cielo. Las habitaciones de la izquierda dan a la calle y las de la derecha al patio interior. Te voy a enseñar la de el fondo, que es mi preferida.
Una habitación enorme, en el centro, un majestuoso piano negro de cola, una guitarra española y otra acústica. Varios instrumentos musicales africanos y tres o cuatro armónicas perfectamente alineadas, de mayor a menor. Aparatos de grabación y reproducción, una pequeña mesa de mezclas. Cuadros alusivos a la música y jarrones de flores vacíos.
- Esta era la sala de música de mi mujer. Se pasaba aquí media vida. Tocaba, componía, se grababa, se escuchaba, leía mucho sobre música y llevaba una sección de crítica musical en una revista especializada. Pero ya no está. Si te gusta escuchar, o tocar, lo que quieras, puedes hacerlo con la condición de que me avises para escucharte. Hay miles de discos de todas las clases y estilos, partituras, láminas, etc.. La parte de la música la dejaremos para el final. Vete saliendo, por favor.
Me quedé observándole. Sobre el piano había una fotografía en un portarretratos de plata. La cogió y pasaba sus manos sobre el cristal sobre el rostro de una mujer guapa y sonriente. Finalmente la acercó a sus labios y la besó. Con su bastón, con empuñadura de marfil, se guiaba y llegó hasta mi.
- Tuvimos un grave accidente de tráfico. Murió en el acto. Estaba embarazada de seis meses y yo, ya ves, me quedé ciego. Hace ciento ochenta y siete días y tres horas.
- Lo siento, señor.
El hombre ciego me dejó deambular por la casa, entraba en cada habitación y durante un rato contemplaba minuciosamente lo que allí había. Trabajo para varios años.
El ala opuesta eran habitaciones de uso doméstico, los dormitorios, dos baños y la cocina, según me dijo.
- Angie, ven. Vamos a bajar al garaje, quiero que veas los coches y la moto.
Al abrirse la puerta del ascensor se me ocurrió coger su brazo derecho para indicarle cómo entrar. Bruscamente me apartó la manó y casi gritando, iracundo, dijo:
- Suéltame, soy ciego, pero no gilipollas.
Me asustó. Dentro, como si hubiera notado mi disgusto, acercó su mano a mi pelo, bajó despacio, como si quisiera memorizarme y con los dedos me tocó los párpados, la nariz, los labios, las comisuras, mis orejas, mi barbilla, bajó hasta mi cuello, me rodeó con su enorme y fría mano... dios, esa mano era como si me lamiera.
- Angie, eres muy guapa. No te pongas triste por mi carácter. Son arrebatos. Perdona.
- No pasa nada, señor. Me acostumbraré. Pero no pude reprimir un lágrima que el hombre ciego no pudo ver.
“Hombre débil, levanta la frente,/ pon tu labio en su eterno raudal;/ tu serás como el sol en Oriente;/ tu serás, como el mundo, inmortal”/. José de Espronceda.

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