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miércoles, 30 de julio de 2008

SI QUIERES PRESTARME LOS OJOS...

Abel nos presentó y como habíamos quedado, nos dejó solos. Lo sorprendente fue, que no me sentía nerviosa, aunque si impresionada. La casa, aquella casa, el hombre, aquel hombre. El hecho de que estuviera ciego, que no pudiera verme, ni ver nada, a nadie. Alto, fuerte, todavía joven, con aquellas gafas enormes y negras como la más negra noche. Su voz, sus manos, pero más que su voz en si, su familiaridad, su confianza, su musicalidad y su gentileza, su atención, su seriedad ¿Sonríen alguna vez los ciegos?
- Busco a una persona que pueda ayudarme a llevar a cabo un proyecto de futuro. Hay mucho trabajo que hacer y la primera fase, como si dijéramos, es ordenar esta casa tan grande, como ves, muchos cuadros, muchos objetos, muchos libros. Hay que clasificar y valorar cada una de las cosas. Calculamos que habrá diez o doce mil libros, algunos de mucho valor. Haremos un buen fichero y bucearemos en busca de los tesoros bibliográficos, que seguro que están escondidos entre tanto descontrol ¿Sabes mecanografía?
- No, se escribir a máquina con tres o cuatro dedos, pero no puedo decir que sepa mecanografía.
- Pues tendrás que aprender ¿Tienes carnet de conducir?
- No, no tengo.
- Pues te lo tienes que sacar. Yo lo pagaré. Tenemos que salir a las reuniones, a los bancos, a la casa de Miraflores y a la de Cáceres ¿Dime algo que te guste mucho, pero mucho?
- Leer poemas.
- ¿Sabes alguno de memoria?
- Si, varios.
- Dime uno, el que prefieras.
Estábamos sentados en el salón principal de aquella enorme casa. Los cuadros, las fotos en blanco y negro enmarcadas, las lámparas, las alfombras, la mesa de nogal labrada de su despacho y aquel hombre con sus gafas negras... ¿era real o un sueño? Recité un poema de San Juán de la Cruz.
- Angie, te llamas Angie ¿Verdad?
- Así es. Dígame.
- Angie, me has impresionado. Los hombres lloramos por dentro y más si son ciegos como yo. Las condiciones son estas: Si quieres prestarme los ojos..., si quieres trabajar en esta casa, si quieres ser parte de mi proyecto, mañana vienes sobre las diez de la mañana. Vas a la gestoría, que está aquí cerca, y que te hagan un contrato por tres meses. Tendrás un sueldo como Auxiliar Administrativo, lo que marque la ley, dos pagas extras y un mes de vacaciones. A parte, te pagaré bien lo que hagas estraordinario, las salidas, las visitas y cosas así, aquello que se salga de lo estrictamente profesional ¿Quieres ser mi lectora de versos?
- Claro, si usted me lo pide, seré su lectora de versos.
- Si pasados los tres meses primeros superas la prueba, que estoy convencido de que si, te haré contrato indefinido. La pregunta del millón: ¿Quieres trabajar para mi y ser los ojos que me faltan?
- Si señor, quiero, es decir, me gustaría.
Se levantó y alargó su mano derecha como para que se la estrechara. Me levanté como un rayo de la silla y se la apreté sintiendo el calor y la presión de la suya. Puso la otra mano sobre la mía y dijo las palabras que aún resuenan en mi corazón:
- Angie, bienvenida a la casa de este indefenso ciego. Procuraremos trabajar lo más y mejor posible. Formaremos un equipo de éxito y futuro ¿Estás de acuerdo?
- Si señor, de acuerdo. Muchas gracias, no se como, pero aprenderé lo que haga falta para que todo vaya bien y usted esté contento conmigo como secretaria, o lo que usted mande.
- Gracias a ti, Angie. Lo conseguiremos entre los dos. Te espero mañana y empezaremos a ver cómo conseguimos poner en orden y concierto el desastre que me rodea. Hasta mañana, Angie.
Soltó mi mano y tocó su esquila de bronce para llamar a la sirvienta. Otra sorpresa más. Aquella mujer, vestida con uniforme y cofia de criada, me acompañó hasta la puerta y con educación, me despidió.
Abel ya no estaba. Se ve que se hartó de esperarme y se fue. Me sentía como en una nube, atardecía, mis piernas temblaban, mi corazón latía como una locomotora y mis manos temblaban cuando encendí un cigarrillo y me senté en un banco a tomar aliento y revisar mentalmente lo experimentado. Tengo trabajo, tengo trabajo, me repetía una y otra vez. Dios mío, pobre hombre ¿Por qué se habrá quedado ciego? ¿Qué historia esconde? Y la casa...
Miré al cielo y vi que la luna se estaba preparando para salir. La luna, tan blanca, tan presente en mi vida, desde niña, ahí está y parece contenta porque yo lo estoy. Esta noche escribiré a casa. Que lo sepan todos. Tengo trabajo.
“No te tardes, que me muero,/ Carcelero,/ ¡No te tardes, que me muero!”. Juan de la Encina.

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