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martes, 2 de junio de 2009

EL TRIGAL DE LAS AMAPOLAS

Vengo de donde el viento rasguña los silencios,
de donde los sumideros se hacen carámbano
y los inviernos quedan huérfanos de nieve.

Las primaveras cuartean los barrizales
y el aire esparce enfermedad para las manzanas.
Sembramos sulfato de resignación campesina.

En mis veranos no existe música de olas,
ni espuma de confines besando los pies.
Son temporadas de siega y zozobra.

Es preferible que permanezca la estrechez,
la emergencia de lo absolutamente necesario
para sentirse páramo fertilizable.

Debe ser esta la única forma posible
de mantener a flote la dignidad del que reclama
masticando el rebojo de pan que le corresponde.

Se necesita ser viajero y perderse por el camino
sin volver la mirada a la chimenea de la casa
donde la madre prepara el puchero que conforta.

Llegar hasta donde las diminutas hojas de amapola
descifran el enigma que gritaron los antepasados,
con la boca ensangrentada, escondidos en los trigos.

Sale el sol para pintar de rojo las nubes,
de sombra las laderas de las encinas y al rato
se llenan las escuelas, pero falta ILUMINACIÓN.

No me conformo con amapolas en los trigales
ni estoy de acuerdo con tanta hiedra sobre la casa.
Me bastaría con saber dónde está lo que urge...

Parece ser que es mi turno y no tengo nieve.

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