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lunes, 31 de agosto de 2009

El dominó y la barandilla.

V
El dominó y la barandilla.


Mi papá a veces me llevaba al café del pueblo y mientras jugaba su partida de dominó yo leía el periódico y algunas personas le decían a mi padre que a ver si me daba de comer más jamón, que tienes a la chica muy delgada, que sus brazos sirven para palillos, baquetas, con los que tocar el tambor. Llegó un momento es que esos comentarios dejaron de hacerme daño. Tardé en acostumbrarme porque al principio me dolían y odiaba a todo el mundo.

Una vez, en el cine, una niña de mi edad que era morenita y muy atenta, me invitó, con su mejor voluntad, a ir con sus amigas a los bancos de la parte delantera, a pocos metros de la pantalla, donde se juntaban los chicos y las chicas. Una de las más mayores me preguntó que cómo me llamaba. Dije mi nombre: Esmeraldina, y ella riéndose y consiguiendo que se rieran las demás, dijo: Esmeraldina la delgadina. Todas se reían de mi y empezaron a llamarme Delgadina, Delgadina, Delgadina.

Volví a sentarme junto a mi papá donde me sentía más protegida. Como si se hubiera corrido la voz por el efecto dominó, en mi pueblo, en la escuela y en todos los sitios, me llamaban Delgadina y con ese terrible mote me quedé. La rabia y la impotencia que sentía no se puede comparar a nada. Jamás en mi vida he ofendido a otro, al menos de forma consciente. Nunca usé el mote de nadie aunque era normal utilizarlos porque todos en mi pueblo lo tienen. Eso no justifica que me lo pusieran y que me llamen así, porque si soy delgada no es culpa mía. Las desgracias que me pasaban nunca venían solas, el caso era estar a punto de lágrima.
A la puerta del Hotel Diplomatic, Miryam y yo esperábamos a que nos vinieran a recoger sus amigos. No tardó en aparecer un todo terreno de la marca Nissan, creo, y salieron Anna y Jordi a recibirnos de forma muy efusiva, besos y abrazos, quiero decir. Miryam se sentó al lado de Jordi, el conductor y Anna y yo en los asientos de atrás. Ellos hablaban en catalán que no entendía más que alguna palabra suelta. Anna me decía que íbamos a la torre, que es como ellos llaman a los chalets, de unos amigos situado en un pueblo de la costa, Arenys de Mar. La noche era calurosa y el bochorno húmedo, el que no entendiera lo que decían y el misterio con el que se manifestaban me hacía sentir cierta incomodidad morbosa, una curiosidad excitante.

Anna es algo mayor que yo y su marido algo mayor que ella. Vestían muy bien y cuando se dirigían a mi lo hacían en castellano. Al llegar a nuestro destino, una torre a pocos metros de la playa, salieron varias personas a recibirnos. El que hablaran en catalán, entre ellos, me parecía extraño pero pronto me adapté a la situación. En un gran porche, no muy bien iluminado, tenían encendida una barbacoa donde un hombre corpulento y en bañador se encargaba de asar carne que iba poniendo en una gran bandeja. Las mujeres en bikini y los hombres en bañador. Pude deducir que preparaban una partida de póker de la que Miryam era partícipe.
El vino, la alegría, la buena fraternidad se respiraba en el ambiente. El cocinero, con la frente mojada de sudor, me preparaba, panceta, costillas y butifarra sobre grandes trozos de pan y según me lo iba dando me ofrecía tragos y más tragos de vino por el porrón. “A esta joven tan guapa que no le falte de nada“. “Eso, eso, y si le falta algo que lo pida y se le dará”. “Cómo está la niña”, “A la niña se le podría hacer un favor”, me pareció entender que decían en catalán pensando que yo ni me enteraba. Unos y otras se reían y algunas veces me sentía incómoda de tan pendientes como estaban de mi.

Miryam me decía que estuviera tranquila que son gente maja, agradables y campechanos. Aquí hay pintores, escritores, arquitectos de nombre, todos cultísimos y con mucha pasta. Nos interesan como futuros clientes para nuestra asesoría financiera. Observa y anota en tu mente sus nombres, sus profesiones, etc. Con discreción pero sin perder detalle.
El rumor del mar, la noche estrellada, la buena cena, el buen vino me animaron bastante y al menos me permitió no sentirme cohibida, acobardada.
Ann me enseñó el impresionante salón de la casa y me indicó donde estaba el baño, por si lo necesitaba. Debían ser las once de la noche cuando se metieron en el salón y en una mesa redonda se pusieron a jugar. Seis hombres y tres mujeres, cada uno con su bebida y buen fajo de billetes.

En la terraza que daba al mar, como escondido entre la penumbra de las sombras, había un hombre con unas Rayban negras sentado en un sillón de mimbre. La espuma de las olas, cuando se estrellaban contra las rocas, tan solo a unos metros en vertical de nosotros, escupían como gritos de látigo sobre la piel de un corcel, como metrónomo perfecto, un compás, una música perfecta gracias al silencio que entre ola y ola se producía. Miraba a las estrellas mientras fumaba un cigarrillo de Paxton. El hombre dijo en castellano:

- ¿Se ve bien la Osa Mayor?

- Si señor, perfectamente. Las estrellas más brillantes brillan de forma especial ¿Usted no las ve?

- No tengo esa suerte. Soy ciego. No recuerdo tu perfume ¿Es la primera vez que vienes?
- Si señor. Soy amiga de Miryam, la de Madrid.
- ¿Cómo se ve Venus?
- ¿Venus? No sé cual es. Nunca me lo dijeron.
- Durante muchos años estuve obsesionado con Venus. Cada noche cogía mi telescopio y la observaba. Ahora todo se fastidió. Venus no es una estrella, es un planeta y su luz es la que le da el sol ¿Conoces los misterios de las estrellas?
- No señor. Me gusta mirar el cielo y me parece tan misterioso.... que no sé si será mejor no saber nada o saber parte ya que saberlo todo es imposible..
- ¿Puedes ayudarme? Quiero apoyar mis manos sobre la barandilla donde te apoyas tu. Estoy en rehabilitación, mis piernas aún no son lo que eran. - Le cogí de las manos y tiré de él con todas mis fuerzas y gracias a que colaboró, pudo levantarse. Sus manos huesudas, casi secas, su extrema delgadez y su voz profunda y seca como paja de centeno, escondía matices de ternura. La voz une o separa y aquél hombre con su voz, unía.
- El mar está tranquilo. Las sirenas duermen y los tiburones ya se acostaron. Es la hora de la noche de paz del mar ¡Qué serenidad la del profundo mar en su profundidad! Estudiar el mar, saber lo más posible del mar y del cielo es más gratificante que saberlo de la gente que me rodea. Ellos están a lo suyo y yo aquí contemplando el mar a pesar de que soy ciego y de que no puedo verlo, tan feliz y tan desgraciado a la vez.
- ¿Necesita que le ayude?
- Si. Que me tires al agua. Coge de mis pies y échame al mar como si fuera un saco de arena. Nadie se dará cuenta hasta el amanecer y yo te quedaré eternamente agradecido.
- Sus uñas se clavaron en mis manos cuando le ayudé a levantarse. Debería cortarse las uñas antes de que el mar le trague. Un hombre como usted debería cuidarse las uñas.
- Tienes razón. Aún no estoy preparado ¿Si a un caballo herido de muerte le ves que sufre, le ayudarías a morir?
- Sin duda.
- Levanta el brazo y señala con tu dedo extendido a la estrella Polar. - al decirle que ya lo tenía, se aproximó a mi y cogiéndome de la cintura, por detrás, me hizo girar ciento ochenta grados.
- Quieta ahí. Si no has modificado la inclinación de tu brazo, tu dedo está señalando a Venus. - Su aliento olía a vino y a chuleta de cordero, a mar y a viento y su voz en mi oído era suave y delicada como el terciopelo rojo que adorna los pianos. Noté cómo se apretaba a mi cuerpo, como su altura le permitía besarme el pelo en lo más alto de mi cabeza, noté cómo su mano me dirigía el brazo y lo iba girando señalando lo más destacado del cielo. Esa debe ser la luna, por ahí debe estar la Vía Láctea y aquí... estás tu con tu perfume a lavanda volviéndome loco ¿Lo notas?

Y noté cómo entre mis piernas estaban la suyas y cómo sus manos me apretaban y me giraban hasta ponerme contra la barandilla mirando al mar. Me tenía inmovilizada y yo no ponía resistencia. Con una de sus manos me hizo volver la cabeza y me pidió la boca. Dejé que me besara mientras sentía su enorme virilidad rozándome los muslos... El mar iluminado por la bóveda celeste es hermoso y el hombre ciego, con albornoz de seda... me besaba mientras la barandilla se movía y se movía... si se rompiera la barandilla caeríamos juntos, pero la barandilla no se podía romper jamás porque era un gran muro de piedra y sobre el muro los hierros pintados de azul marino donde nos apoyábamos. Eran el cielo y la tierra lo que se movía.
El hombre ciego era delgado, altísimo, con el pelo largo y canoso y me pidió que me pusiera de rodillas y me puse.

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