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viernes, 4 de septiembre de 2009

La señorita Angelines, practicante.

IX
La señorita Angelines, practicante.


Era el mes de agosto. Mis padres tenían que trabajar en el campo y no podían estar conmigo cuando llegara la señorita practicante a ponerme las inyecciones. Hablaron con ella y dejaban escondida la llave de la puerta en una de las ventanas, tras la persiana de color verde. Me lo habían dicho: Sobre las once vendrá la señorita Angelines a ponerte la inyección. Pórtate bien y no te resistas.
Sobre las once de la mañana oía cómo andaban a la cerradura de la puerta de la casa. Abría los ojos y la señorita Angelines me preguntaba si estaba despierta, ella abría los cuarterones de la ventana de mi habitación y dejaba que entrara la claridad de la calle. Me miraba la frente y me decía que pronto me pondría buena, que ya solo nos quedan doce inyecciones de Farmapén, las más dolorosas que existen.
El ritual de preparar la inyección era fascinante. Me incorporaba un poco y le veía sacar de su maletín el estuchito metálico y lo abría y tenía tres agujas hipodérmicas dentro, envueltas en algodón. Elegía una, la más larga. Cogía un poco de algodón y lo ponía en su cajita y lo empapaba con alcohool de noventa grados y la señorita Angelines me miraba con su sonrisa tan... yo creo que la señorita Angelines era la más guapa del mundo a pesar de que me iba a pinchar, y... sacaba de bolsillo un mechero y encendía el algodón y salía muy poco humo negro, pero salía y las llamas eran azules y ponía allí la aguja y cuando le parecía, la sacaba y la ponía en su jeringuilla y me miraba a los ojos y me sonreía y yo contemplando. Clavaba la aguja en el tapón de goma del frasquito de cristal y lo ponía boca abajo y tirando del émbolo de la jeringuilla casi llenaba todo el depósito con la penicilina y la señorita Angelines me miraba sonriendo y yo a ella y empujaba un poco el émbolo y salían unas gotas y llegaba lo peor. Bájate la braguita preciosa, y yo la bajaba. La señorita Angelines tenía las manos frías pero delicadas y me palpaba para ver dónde clavarme la aguja más enorme del mundo. Cierra los ojos y no pienses en nada. Y sentía un dolor tan intenso y notaba la presión de la mano de la señorita Angelines y durante segundos eternos me tenía allí, inmovilizada, y notaba cómo rápidamente sacaba la aguja y rápidamente me limpiaba el pinchazo con algodón empapado en alcohool de noventa grados y en el algodón siempre había una o dos gotas de sangre y me decía la señorita Angelines que era la niña más valiente por no haber llorado y me subía la braguita y me decía: ya está, ya puedes darte la vuelta. Se sentaba en la cama a mi lado mientras recogía sus cosas y yo veía cómo cogía agua de la palangana con la jeringuilla y así la limpiaba y el algodón manchado con mis dos gotas de sangre y yo miraba con mucho interés porque la señorita Angelines era muy guapa y aunque me hacía mucho daño nunca lloraba hasta que ella no se iba, entonces si que lloraba, mi mamá y mi papá estaban en el campo y durante catorce días la señorita Angelines me puso catorce inyecciones de Farmapen como catorce infiernos y aún así, era muy feliz porque la señorita Angelines era muy guapa y me llamaba valiente y me decía que pronto me iba a poner buena, pero nunca me ponía buena porque me pasé medía vida enferma hasta los seis años o siete y yo me acordaba de todo, de las noches con unos dolores terribles, de cómo las vecinas le preguntaban a mi madre que cómo está la niña, que cómo esta la niña, que cómo esta la niña, la niña cómo va a estar, la niña está enferma, la niña está siempre enferma, me cago en diez, por no decir en dios y la niña cómo está. Y la niña... se pasaba las noches despierta con dolores en las piernas, en los brazos, en el pecho y el médico a la carrera a casa de mi padre porque la niña se ha puesto peor y corre a avisar al practicante que la niña se ha puesto muy mala y la niña... menos mal que aquel verano llegó la señorita Angelines que era la practicante más guapa y más buena que existe porque me decía que era muy valiente porque no lloraba y que pronto me iba a curar... el caso es que me curé y pude hacer la Primera Comunión con ocho años y pude ser niña enferma durante siete años, o hasta... no se. Porque mi mamá no me lo decía, ni mi papá, nadie me hablaba de mi enfermedad. Una vez vi que mi padre tenía un montón de cristales en un rincón del huerto. Eran las botellas vacías de mis jarabes y de mis inyecciones.
No puedo seguir, lo siento...
Pero tengo que seguir, siempre hay que seguir aunque el camino tenga piedras y cardos y ortigas y muy de cuando en cuando, olor a retama y amapolas. Rara vez.
Mi nueva amiga Anna, me invitó a conocer su casa que estaba en el piso superior a la Galería de Arte. Conocí a sus niñas Nuria y Llum. Conocí a su criada, una mujer de mediana edad que resultó ser de Vega de Espinareda, León, cerca de Ponferrada y conocí su palacio para lo que yo estaba acostumbrada.
Las niñas hacían dibujos sentadas sobre una alfombra y a mi me hablaban en catalán y se quedaban sorprendidas de que yo no lo supiera hablar. Cenamos las cinco una tortilla francesa y queso. Las niñas se depidieron de mi con un beso y con “adeu” que aún recuerdo.
Eran las nueve y media de la noche cuando salimos de casa y Anne me llevó a Bocaccio a tomar un café. Mientras ella tomaba su café y yo mi coca-cola, me iba diciendo los famosos que estaban por allí. Aquel es Trenci, aquella es Maruja, aquella es Guillermina, aquella Rosa María Moix, aquel Pere Gimferrer y así me iba presentando gente de la que yo no había oído hablar en mi vida.
- Te contaré un secreto, -dijo Anna casi al oído- frecuento un lugar donde se representa una forma de Arte que se llama “Le tableau vivant”. Estaremos viendo una representación hasta las doce y media. Como está cerca de casa me da tiempo a llegar antes de que lo haga el cabrón de mi marido. Te advierto que es un espectáculo participativo y muy fuerte ¿Te atreves?
- Si, me atrevo.
- ¿Quedará entre tu y yo?
- Por supuesto.
En una calle oscura y estrecha existe un local que pone a la entrada: “Club Privat”. Anna tocó con los nudillos en la puerta de madera, pintada de verde muy oscuro y un señor vestido de negro, con sombrero de copa, guantes negros y cara de animal, abrió la puerta y nos invitó a pasar. Anna habló con aquél hombre y como a escondidas le dio dinero. Una empinada escalera cubierta con una alfombra roja nos bajaba a un local muy grande decorado como si fuera un castillo medieval, con poca luz y música suave y relajante. Una señorita desnuda, con cofia y delantal de criada, nos dijo que aún faltaban unos minutos para la representación, que si queríamos ser practicantes o espectadoras.
- Hoy espectadoras, mañana no se sabe.
De lo que allí pasó no se puede contar porque es un secreto. Puedo decir que volví yo sola una noche, sin que nadie se enterara y que fui practicante. Lo que la vida me quita, la vida me da.

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