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viernes, 5 de febrero de 2010

II.- Las hormigas.

Debían ser las cinco de la mañana cuando los terribles dolores de mi tobillo, que ya recorrían, como envenenada sangre bifurcada, todo el pie, me despertaron de un sueño febril y delirante. Traté de incorporarme para encender la lamparilla de la mesita de noche pero no pude. Abrí los ojos y mirando a las cortinas comprendí que aún faltaban horas para que amaneciera.
Me hice el fuerte, o el débil, no se y me dejé llevar por el sopor que producía la fiebre. Entonces fue cuando vi como una hormiga, roja, brillante como luciérnaga y del tamaño de una pipa de girasol, se asomaba por el horizonte del dedo gordo. La hormiga parecía mirar el paisaje y si yo tuviera capacidad óptica microscópica, tal vez, hubiera podido apreciar el gesto que hizo. Creo que dio la orden de avanzar a todo un ejercito que se ocultaba tras de ella, y como si hubiera sido una gran batalla contra mi mismo, comprobé que todo mi pie y parte de mi tobillo fue asediado por un tumulto, un gentío vociferante, de hormigas carmesí que me iban hincando sus garfios y sus mandíbulas afiladas como bisturís y pude sentir una sensación mucho más punzante que un simple hormigueo, porque su torrente de ácido fórmico acrecentaba mi dolor y conseguían mi parálisis absoluta. Notaba como cada una de aquellas temibles y repugnantes depredadoras arrancaban infinitos trozos de la carne de mi pie tumefacto. Trataba de espantarlas, de separarlas, de arrancarlas de mi territorio, pero no pude y veía como mi pie iba siendo transportado, trocito a trocito, por una inmensa hilera de hormigas con el estómago lleno de mi y sus fauces ensangrentadas llevaban comida para sus almacenes ocultos tras el rodapié de la habitación.
Nadie sabe lo que me dolía tanta impotencia ante aquella desigual batalla. Recordé la cantidad de hormigas, de todas las razas y especies, que había pisoteado cuando era niño y ayudaba a mi padre cuando iba a trillar a la era. Aquellos hormigueros, aquellas victimas de mis zapatos de campesino, se están vengando en este momento, azuzadas por un mensaje de memoria de su subconsciente colectivo y me observo inválido, sin pie o, como mucho, con un gran muñón, convertido en patizambo.
Cuando clareó el día la señora dueña de la casa donde tengo habitación alquilada, entró a verme. Puso su mano, fría como hoja de chopo escarchada, en mi frente y pareció creer que no tenía fiebre ni nada, que estaba perfectamente. Dejó una nota en la mesilla y se fue de puntillas como pidiendo perdón por la confianza.
Debían ser las diez cuando sonó mi móvil: “Soy Yolanda Aguirre, la secretaria del director. Ven urgentemente a traer el parte de baja”. “No puedo, estoy indefenso y solo”. “Antes de las doce tengo que tener el parte de baja, porque, si no lo tengo a esa hora, date por despedido”. Y colgó la tía. Me incorporé y leí la nota que había dejado la dueña de la casa. “Abel, nos vamos al chalet de la sierra. El lunes, cuando regresemos, o pagas la mensualidad o tendrás que irte”.
Necesito con urgencia ir al baño y como no puedo apoyar el pie, y no se manejar las muletas, consigo bajar hasta el suelo y arrastrándome como si fuera una cucaracha, conseguí llegar al inodoro pero levanté mal la tapa, o no se qué haría, el caso es que lo puse todo perdido. No existe dolor semejante. (Aviso al señor impresor: He escrito: “dolor”, no “olor”.)

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