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domingo, 14 de febrero de 2010

IX.- ¿Por qué tanta pregunta mal planteada?

Todo sería mucho más fácil si no fuera tan sensible ante los pequeños acontecimientos. Nunca antes, desde que llegué a la casa me había preocupado por las habitaciones, que no fueran la mía, y mucho menos si tenían o no, cerradura. El pie, que me duele tanto, me está convirtiendo en observador extremo, por así decir en un meticuloso detallista. En los relojes, tanto en el que marca la hora de Madrid, como en el marca la hora de Buenos Aires, los segunderos parecen sincronizados y avanzan de forma simultánea. Un segundo aquí, otro segundo allá, tan lejos y tan cerca.
No soy capaz de terminar de comer el sandwuich de jamón de york y me cuesta trabajo comer una naranja grande de zumo. Me cita vómito comer y dejo de masticar. Mi delgadez nunca me ha preocupado porque, ni en épocas de comer mucho he podido engordar. Me pregunto, sin preguntarme, dónde pueden haber escondido las llaves de las puertas. Si no las busco las encontraré.
De regreso a mi habitación me doy un golpe tremendo en el pie con una de las sillas que hace pareja con las que, en medio del pasillo, decoran la cómoda que hace juego con el espejo Luis XV. Me duele tanto que no puedo por menos que soltar un taco, casi una blasfemia, si creyera en las blasfemias.
Bajo la persiana y coloco las cortinas de tal forma que no entre ni una gota de claridad. Me gusta la niebla densa de la oscuridad provocada. En la cama me propongo dormir y no pensar. No pensar en nada ni en nadie para no sentir la desdicha de tanta humillación. Si pudiera tener mucha fiebre la tendría.
Los ojos cerrados me abren rendijas de luz que iluminan las imágenes imaginadas. Habitación número uno: la habitación de los dueños de la casa donde tengo una habitación alquilada.

Habitación número dos: la habitación de la música. Colección de flautas, de armónicas, de laúdes, de guitarras eléctricas y presidiendo, un magnífico piano Stenway & Songs color caoba. Será mi preferida.

Habitación número tres: la habitación de la soledad. Solamente el parquet y una pequeña alfombra junto al ventanal. Sobre la alfombra, descalzo, contemplar durante infinitas horas la blancura de todas las paredes y detener la mirada, alternativamente, en la lámpara de bronce y en el ojo de la cerradura. Tapar la cerradura con mi chaqueta colgada de la manilla para que nadie pueda ver desde el otro lado lo que hago o no hago.

Habitación número cuatro: la habitación de los libros y los códices. Miles de libros en las librerías de estilo inglés que forran las paredes y montones de libros apilados en el suelo y unos cuarenta y siete sobre la mesa del centro y sobre las cinco sillas decenas de libros y en la sexta silla me siento yo. La lámpara también es de bronce y tiene siete brazos. Lucen todas las bombillas menos dos. Debo comprar bombillas para reponer las que se han fundido.

Habitación número cinco: la habitación del ejercicio físico. Grandes ruedas de hierro de diferentes pesos y colores. Usar las espalderas y tratar de llegar lo más alto posible con los pies, agarrado y sin agarrar. Practicar una hora diaria con la bicicleta estática.

Habitación número seis: la habitación de la seda. Toda la habitación decorada con sedas, tafetanes, tapices, tapetes, terciopelos, telares de tejer y bastidores. Una bombilla para coger los puntos a las medias y fundamental y básico: un espejo donde me vea a mi mismo haciéndome un traje de ganchillo. Eso es. Me haré un traje de ganchillo. Empezaré por tomar medidas.

Primera medida: Nunca toleraré la humillación de los otros. Eliminaré a todo aquel que me haga sentir escarabajo. Una de las lindezas que dijo el señor Alonso: “Si quisieras, podrías tener de mi más de lo que te imaginas. Me encantan tus pies porque son como los de una señorita”.

¿Por qué veo más allá de lo que dicen las palabras? ¿Por qué tanta pregunta mal planteada?

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