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martes, 9 de febrero de 2010

VI.- ¿Dónde tengo el hacha de carnicero?

A veces pienso en cómo serán los demás, cómo sienten las cosas, cómo interiorizan sus sucesos, cómo superan la agonía de los segundos, cómo digieren los acontecimientos ¿Qué tengo yo para que un simple esguince, un pequeño trastorno físico, sin importancia, me trastoque y revolucione de esta manera todo el mapa mundi de mis sentidos? ¿Qué me ha pasado? El espejo no sabe, no contesta.
Debería ser mujer, mi aspecto andrógino y mis sentimientos tan distintos, según creo, de los que son hombres, no coinciden con lo que detecto en los otros. Sin embargo, creo yo que si fuera mujer me sentiría más cerca de la posibilidad de ser feliz. No es extraño, por tanto, que rehuya de lo masculino y me atraiga, con fascinación desmedida, lo femenino. Evidentemente si fuera mujer sería lesbiana, con toda seguridad y si lo fuera también sería victima de mi misma ¿O no?
Mientras me lavo los dientes pienso en hacer un plano de esta casa donde tengo una habitación alquilada y también una lista de personas a las que eliminar. Debería coger una escuadra y un cartabón y hacer un plano perfecto de esta casa. Pero no. Todo lo que se escribe se puede leer. Si la policía, o cualquier observador interesado descubre un plano, hecho por mi, se hará preguntas ¿Para qué hizo un plano? ¿Qué interés tenía? Con respecto a la lista, negra, pasa lo mismo. Si la escribo y se me queda olvidada o perdida, el que la lea podrá tener pistas. No. Todo ha de estar guardado dentro de mi. Que nadie sepa nada que yo no quiera que se sepa . Que nadie sepa de mi algo que pueda ir en mi contra.
Mi delgadez, mi pelo negro y enmarañado, mi altura, mis delgadas manos con dedos de pianista, mi pecho sin casi nada de vello, mis ojos negros como la antracita, mis dientes blancos y cuidados, mi sonrisa decepcionada e irónica, hacen de mi una persona de difícil clasificación. El que caiga mal a la gente, a casi toda la gente, es normal o, por lo menos, ya estoy acostumbrado. Mi pie roto me da la oportunidad de hacer recuento de mi vida y me vendrá bien una buena dosis de reflexión y tomar medidas de futuro. No puedo pasar el resto de mi vida cargando con esta cruz, camino de mi gólgota, con la frente ensangrentada y dolorida por esta especie de corona de espinas que se me clavan como encendidas brasas de carbón de roble.
Mis ojos lucen como linternas y lo única luz que transmiten es la luz de la oscuridad, la extrañeza y la interrogación. Mis ojos me duelen por ser el reflejo, más evidente, de mi alma.
Sonó el timbre de la puerta de la casa y como pude, a la pata coja, me acerqué a la mirilla. Es el señor Alonso. Ha venido y dudo si abrirle o si hacerme el sordo. Abro la puerta y le digo que ya me ve. Que ya ve que tengo el pie y hasta la rodilla vendado, con una gran inflamación y los dedos, que asoman después de la venda, medio amoratados. Le digo, a ese señor que ha venido a verme, que ya tiene bastante para confirmar que tengo un esguince. Me pide, por favor, que le invite a entrar, que quiere hablar conmigo. Pasa y le indico mi habitación alquilada. Se ofrece a coger mi brazo y a darme apoyo pero le rechazo y prefiero defenderme solo. Se asoma a la ventana y se queda segundos mirando el paisaje, le sorprende ver el Retiro desde este sexto piso. Se da la vuelta y se me queda mirando. La cama está revuelta y me siento en la silla con ruedas que uso en mi despacho. Es algo mayor que yo. Debe estar sobre los cuarenta. Corte de pelo a navaja, buen traje, bonita corbata y reloj de esfera negra y varias esferitas. Un Festina. No me imaginaba que tuvieras esta casa. Me sorprende lo ordenado que lo tienes todo.
¿Dónde dejaría yo la navaja que robé cuando era niño? ¿Por qué no le compraría la pistola al piloto de Alitalia? ¿Donde tengo el hacha de carnicero?

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